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Luis Davelouis: Hasta arriba
“‘¿Qué llevas, papá? ¿Qué vendes?’, le pregunté. ‘Son libros para el colegio, yo soy profesor y bajé a llevar los libros para mis alumnitos. A veces hay ladrones y roban’. Nadie dijo mucho más”.
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Serían las 3 y media de la madrugada y hacía por lo menos cuatro horas que habíamos dejado de ver señal de civilización alguna. Nos dirigíamos a un pueblo que, según el GPS, está solo 100 km al sudeste del Centro de Lima, pero a ocho horas de camino en auto.
Sobre la ruta, un hombre caminaba en medio de esa oscura desolación con una manta convertida en un gran morral improvisado. Cuando nos vio, apuró el paso, tomó una piedra grande y se paró con gesto amenazante sobre una roca que estaba al lado del camino. Bajamos la velocidad, nos acercamos y mi amigo le preguntó: "¿Adónde vas, papá? Nosotros estamos subiendo, vamos a cazar palomas a Corarec".
El hombre, que nos miraba cansado y desconfiado –y sin soltar su piedra–, nos dijo que se dirigía al siguiente pueblo, uno antes de Corarec. "Te llevamos", le dijo mi amigo. Luego de ver a los perros y las cajas, accedió y subió al auto. Abrazaba su bulto contra su pecho con fuerza. "¿Qué llevas, papá? ¿Qué vendes?", le pregunté. "Son libros para el colegio, yo soy profesor y bajé a llevar los libros para mis alumnitos. A veces hay ladrones y roban". Nadie dijo mucho más. ¿Desde dónde estaba caminando si hacía cuatro horas en auto que no había ni pista? Solo supimos que hacía eso todos los años.
Amanecía cuando lo dejamos. Nos había tomado dos horas y media llegar hasta allí, en camioneta y con un conductor que conocía el camino. Nos sonrió y agradeció con sinceridad y esperanza. Yo sentí pena porque, si algo no tengo –y ya no tenía entonces–, es esperanza. La esperanza es quebradiza, frágil y, una vez rota, no se puede pegar. "Esteban me llamo, soy maestro".
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