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Una madre enamoradiza

Queridos Santiago y Sebastián: Cuando, hace unos años, le regalé un departamento a Mario, el padre de ustedes, lo hice, principalmente, por amor a ustedes, mis hijos, y también por amor a él, que me educó, derribando mis prejuicios, en las impensadas maravillas de ser madre.

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Podría no haber hecho el regalo, no estaba obligada, ya cumplía mis obligaciones económicas con ustedes y Mario. Pero quise hacer el regalo como un testimonio de amor y gratitud a ustedes tres.

Sin embargo, hice el regalo pero, por consejo de mi abogado, me abstuve de darle formalidad legal. Le entregué el departamento a Mario, le dije que era suyo, pero lo puse a mi nombre. ¿Por qué hice el regalo solo a medias y me negué a que esa donación moral fuese también legal y patrimonial? Porque mi abogado me convenció de que, si ponía el departamento a nombre de Mario, corría el riesgo de que esa propiedad, si él se casaba y no firmaba separación de bienes y luego se divorciaba, terminase siendo, en parte, de la esposa divorciada de Mario y que, por lo tanto, mi regalo a ustedes, mis hijos, les terminase siendo arrebatado. Por eso lo puse a mi nombre: para protegerlo de las expectativas económicas de una eventual esposa de su padre.

Fue una decisión precavida pero errónea. Cuando una hace un regalo, lo hace del todo, bien hecho, no a medias, a regañadientes. Si bien fui aparentemente generosa, en el fondo me contenté con ser mezquina. Pero no quería asegurarme de que el departamento fuese mío, sino de que, a la larga, fuese de ustedes. Es de ustedes, aunque ahora esté deshabitado. Ese departamento, y el otro que compré arriba, son de ustedes, serán de ustedes cuando yo muera. Solo tienen que esperar a que muera. Les prometo que, cuando eso ocurra, esas propiedades serán suyas. ¿Por qué, si mi intención era invertir ese dinero en un patrimonio que pudiese acrecentar su valor, como ha ocurrido, y terminase siendo de ustedes, no puse los departamentos a nombre de ustedes? Porque eran niños, menores de edad, y tal operación no era legalmente posible sin correr el riesgo de que la persona que tenía la custodia legal sobre ustedes, su padre, mi ex esposo, Mario, se quedase con todo.

Reconozco que fui egoísta y desleal con Mario. Debí darle el regalo a plenitud, a riesgo de perderlo y de que nunca fuese de ustedes. Reconozco que fue un error. Pero les ruego que entiendan que fue un error dictado por mi desconfianza a Mario y mi amor a ustedes. Yo quería que ustedes y no necesariamente mi ex esposo se quedasen con el regalo. Esa era mi intención. Esa sigue siendo mi intención. Así está escrito en mi testamento.

Ahora bien, será más arduo que comprendan por qué le pedí a Mario que se retirase del departamento. Aunque reconozco que me ofusqué y cometí un error, intentaré explicar las razones que me llevaron a esa vulgaridad. ¿Por qué actué de esa manera innoble, egoísta? No hay disculpas que valgan. Pero siempre hay una versión humana, y yo poseo la mía: mi acuerdo con Mario fue que nuestra cohabitación en ese edificio, y nuestra peligrosa condición de vecinos, implicaba tácitamente que cada uno podía usar su departamento con plena libertad, incluyendo, por supuesto, la libertad sentimental y sexual, la libertad de dormir allí con las personas que cada uno quisiera. Eso era lo justo y yo insistí en que la entrega de mi regalo estuviese subordinada a esa mínima regla de conducta: tu casa es tu casa y dormirás allí con quien tú quieras, y lo mismo se aplicaba para mí. Mario aceptó de buena fe esa regla de convivencia. Yo pensé que estaba siendo, a la vez, una madre generosa y prudente y una leal ex esposa de Mario: él podía llevar al departamento que le había regalado a sus eventuales amantes, novias y esposas, pero, si se casaba y divorciaba, ninguna ex esposa podría quitarles a ustedes ese bien. Por otro lado, era justo que yo tuviese la expectativa de usar mi departamento como me diese la gana, sin que Mario pusiera barreras a mi libertad.

Sin embargo, cuando le dije que quería invitar una semana a mi novio chileno, se opuso con virulencia, alegando que él no podía entrar en mi casa porque sería un mal ejemplo para ustedes, mis hijos, ante quienes yo quedaría como una puta cualquiera. Me sentí humillada. Le había hecho un regalo generoso y él me lo agradecía de esa manera, prohibiendo el ingreso de mi novio a mi casa. Comprensiblemente, me molesté, aunque cedí a su veto y le dije a mi novio chileno que no podía venir a mi casa. Era un disparate, un sinsentido, pero Mario actuó de esa manera irracional, confirmando mis temores de que no podía confiar en su sentido del equilibrio.

Tiempo después, me enamoré de mi terapista, Francisco. ¿Fue un crimen? No lo creo: fue una debilidad humana. Francisco era (sigue siendo) muy joven, muy lindo, muy divertido, muy deseable. Todo en él (sobre todo su cuerpo) me volvió loca. Quedé embarazada de Francisco. Fue un acto de amor. Queríamos tener un hijo. ¿Tan malo era que tuviese la ilusión de tener un hijo con Francisco? ¿Podrían perdonarme eso? ¿Tenía que seguir haciendo el amor con mi novio chileno cuando ya no lo amaba? ¿Tenía que tener un hijo con Mario cuando ya no éramos pareja? Sí, yo sé que ustedes hubiesen preferido que no me enamorase de Francisco, que no quedase embarazada de él, que me quedase sola y tranquila, viviendo en castidad mis cuarenta y cinco años, siendo un buena madre de ustedes y no una mujer sentimental ni sexual. Yo sé que ustedes hubiesen preferido eso. Pero no pude ser tan buena madre, tan poco mujer. Pido perdón. También ruego compasión.

Cuando Mario prohibió la entrada de mi novio chileno y luego de mi terapista Francisco a mi casa, y cuando insultó a Francisco y puso en duda que él fuese el padre de mi bebé que ahora es nuestra hijo, rompió nuestro acuerdo ético de convivencia, vulneró el corazón de mi libertad, quiso apropiarse de todo, del departamento de ustedes y también del mío, exigió que yo pusiera todo a su nombre o a nombre de ustedes (o sea, de él, porque ustedes eran menores), y que me retirase como una perra con el rabo entre las piernas de esas propiedades que había comprado. Sus exigencias me parecieron tan desmesuradas que sentí que Mario no merecía seguir disfrutando del regalo que le había hecho. Sentí que, si tenía que elegir entre salvar mi patrimonio o entregárselo todo a él, debía hacer lo primero, y negarme a la capitulación moral que implicaba irme de mi casa y dejársela a él. No era justo. No lo hice. Peleé por lo que era mío. Le pedí que se fuese del departamento que le había regalado, porque él, al querer quedarse con todo, al pretender quitarme lo que era mío, perdía, a mis ojos, el derecho de seguir usando mi regalo de mujer de buen corazón. Ya sé que lo que se regala no se quita, pero él tampoco debió tratar de quitarme lo que era mío y por eso al final le pedí que se fuera.

Desde entonces, ustedes y yo no nos hemos visto. Han pasado tres años. Es una desgracia para mí, su madre enamoradiza. Les ruego de esta manera que me perdonen. Les pido que comprendan que quise salvaguardar mi patrimonio para que al final fuese de ustedes. Les pido que tengan en cuenta que he seguido pagando todos sus gastos, sus colegios, sus universidades, sus viajes, sus autos, a pesar de que ustedes, mis hijos queridos, se niegan a verme. Eso no cambiará: seguiré dándoles mi apoyo económico, aun si prefieren no verme. Tampoco cambiaré mi testamento si no nos vemos. Es, dadas las circunstancias, lo mejor que puedo hacer para tratar de reparar el daño que causé como madre enamorada. ¿Qué mas puedo hacer? No lo sé. Por lo pronto, escribirles esta carta, pedirles disculpas nuevamente por las incomodidades que les he provocado y aferrarme a la ilusión de que algún día, ustedes y yo, a solas los tres, nos reuniremos en algún lugar y nos daremos un abrazo. No esperen a que, si eso ocurre, les diga nada: estaré llorando como una niña. Hasta pronto, mis hijos queridos. Su madre, Pía.

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