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No me hables de viejas glorias
Nada más triste que oír hablar de lo buenos que fuimos.
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Parece que algunos se han asado muchísimo conmigo por haber abandonado, con alivio y hasta nuevo aviso, el periodismo de frecuencia diaria. Durante todo el último mes en que permanecí lejano e inopinante, prácticamente desconectado del ágora feroz de las redes sociales, recibí una andanada de patrióticos mensajes provenientes de cibernautas tremebundos que me conminaban a pronunciarme con contundencia en esa circunstancia tan oscura y aciaga que nos tocaba vivir, (como si alguna vez hubiéramos vivido en otra). “¡No te puedes ir!” –me apostrofaban– “¡debes seguir adelante con tu programa!, ¡no puedes ser tan egoísta!, ¡tienes que perseverar en la lucha!, ¡el país te necesita!” Ay, seño, qué lindo sería.
Qué lindo sería que quedarme o irme fuera algo que yo pudiera decidir. Should I stay or should I go. Qué lindo sería que alguien fuese necesario. Dios les conserve la inocencia y la bondad. Ojalá los programas de televisión se acabaran cuando a los periodistas se nos cansan los caballos. Qué lindo sería, pero no. Se acaban cuando la empresa dice que se acaban y ya está. Se acaban –igualito que en todos los demás trabajos– cuando te botan o cuando te vas. Pasa en la vida, pasa en TNT. Tampoco es el fin del mundo. Se acaba uno, comienza otro. Y si eres un afortunado, comienza de inmediato. Los gobiernos pasan, los ayayeros pasan, los indignados pasan. Los periodistas quedan. Dios me libre de alucinarme otra vez el prócer predestinado.
La gente nunca va a estar contenta con lo que haces. Vete acostumbrando porque así es. A la gente le gustaba más lo otro. Eso que hacías. Eso, pues. Eso tan bonito que hacías antes. No lo de ahora. Lo de antes. La gente lo recuerda todo el tiempo, lo extraña amargamente, lo necesita. Qué lindo sería.
Un día de verano de 1989, treinta redondos años atrás, comencé a publicar en el decano mis primeras notitas firmadas de practicante afanoso y chancón. No me iba nadita mal para ser un recién llegado, pero justo cuando comenzaba a agarrarle el ritmo al asunto, la serpiente del árbol del bien y del mal se me presentó y, decidida a tentarme, preguntóme: ¿y tú para qué quieres escribir en un periódico? Te vas a morir de hambre, calichín. ¿Por qué mejor no pruebas suerte en la televisión? Y probé, pues. Y me gustó. Vaya que me gustó. Y me sigue gustando todavía. Probé con el reportaje dominical y le saqué todo su juguito. Dejémonos de falsos pudores, pertenezco a una generación que probó que el reportaje televisivo podía ser considerado como una de las bellas artes. I’m so sorry pero así es. Y lo sabes. Pero esos pergaminos amarillos ya se apolillaron en el cuartito de la azotea. Pero, a pesar de ello, en aquellos años maravillosos, lo que más recibía de mis compatriotas eran quejas.
Peruanos quejándose, qué cosa tan extraña: ¿por qué has dejado la prensa escrita para hacer televisión? Ay, qué pena. A mí me gustabas más cuando escribías. Yo me levantaba tempranito y esperaba a que abriera el quiosco para comprar el diario y leerte. En mi casa, nos lo arranchábamos. ¿Por qué ya no escribes? Pucha, qué genial era todo cuando escribías. Y ni hablar de las miraditas por sobre el hombro de cierto colegaje letraherido que tiende a consolarse de sus estrecheces, repitiéndose que escribir es un oficio más puro, más sublime, más intenso y elevado que la tele.
Para escribir y que te publiquen necesitas dominar las palabras. No es moco de pavo, pero no necesitas nada más. Para hacer tele, en cambio, necesitas dominar imagen, luz, color, movimiento, sonido, música, silencio, tu voz, tu expresión, tu actitud, tu temple, tu paciencia, tus reflejos, tu mirada, tu sudor, tus ganas de estrangular al entrevistado y… las palabras, también, por supuesto. Siempre las palabras. Saca tu cuenta. ¡Pero escribir es mejor! Sí, claro pero mientras estás escribiendo y publicando, nadie te dice ni medio carajo al respecto. Todos se esperan hasta el día en que te aburriste y lo dejaste y te pusiste a hacer otra cosa –o hasta que te moriste– para salirte con “¡pucha!, ¡tan bueno que eras!” Eras. Tiempo pasado. Ya no. Qué chistosa es la gente. Cuando caí en la cuenta de que los conductores de la tele trabajaban mucho menos que los reporteros y ganaban mucho más, decidí convertirme en uno, ni cojudo. Chapé la primera oportunidad que tuve: un bloquecillo insignificante de diez minutos dentro de “Para todos”, un larguísimo show mañanero para amas de casa en un canal inhóspito e improbable.
Debo admitir que hacía no pocas cojudeces tales como recibir, al aire, llamadas de los televidentes y, cuando discrepaba de sus opiniones, dispararles con una pistola de juguete. Pocas cosas en la vida me proporcionan tanto placer espiritual como hacer absolutas cojudeces. “¡Qué desperdicio!” –se lamentó entonces la platea– “es una lástima que pierdas el tiempo en esa faceta tan frívola cuando podrías seguir haciendo esos reportajes a los que nos tienes acostumbrados”. ¿Total? Ahora resulta que te gustaban pero nunca lo dijiste. ¿Total? ¿No se suponía que lo único respetable era la letra impresa? Ya no. Justo ahora que dejé los reportajes de TV decidieron que, en realidad, estaban en algo. Y cuando dejé las entrevistas políticas de las mañanas, igualito: Oh, qué buen entrevistador que eras, qué pena. Y cuando dejé Beto A Saber, la misma vaina: oh, qué achorado que era ese programa. Tienes que seguir haciéndolo, por favorcito.
Ese programa era todo. Era. Mira a la hora que hablas.Cada dos o tres días, abro mi Twitter y me vuelvo a encontrar con la misma cansona monserga: deberías hacer esto, deberías dejar de hacer aquello. Deberías obedecer el clamor popular. ¿Saben qué? Yo no quiero que la Sociedad de Amantes del País me condecore. Yo no tengo ningún deber sagrado qué cumplir. I am not Gorriti and I don’t wanna be. Ahórrense la charla de orientación vocacional conmigo. Ahórrense la arenga patriotera.
Yo no he venido aquí para salvarlos ni para representarlos. Ni siquiera para complacerlos. Yo he venido a tocar la música que a mí me gusta y a bailarla y, si no es mucho pedir, a pasarla bien. Si les gusta cómo suena, bailan y si no, se me visten y se me van. Ahórrense conmigo el evangelio y la homilía. Que no les pertenezco, que sé que no me aman. Han vivido ustedes engañados. Yo he venido aquí única y exclusivamente para hacer lo que me da la puta gana.
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