"No estoy en absoluto de acuerdo con tus ideas, pero daría mi vida por tu derecho a defenderlas" –dicen que dijo Voltaire y yo le creo. Estoy en desacuerdo con Aldo Mariátegui en, prácticamente, todo. Si él opina blanco, yo opino negro. Si él dice potéito yo digo potato. Me aburre, por manoseada, la palabrita caviar. No creo que Cipriani sea necesariamente un santo varón ni que Javier Diez Canseco sea un miserable, no hago mofa de la ortografía de Hilaria Supa, sí me gustó La Teta Asustada y no aliento el uso del napalm como alternativa ante a los conflictos sociales. Fui uno de los primeros en avinagrarse cuando, en los pasillos de Frecuencia Latina, se comenzó a hablar de la remota posibilidad de que la auténtica bête noire del liberalismo o derecha nacional viniera a conducir un programa en vivo que –según suponíamos algunos- sería algo así como la gran muralla de concreto armado que detendría el avance inexorable del ex anticristo Ollanta Humala. Sin conocerlo más que por lo que escribía, tuve siempre la impresión de que el eterno polarizador Mariátegui era la encarnación de Pepe Cortisona, un verdadero saco de plomo. Y, cuando a inicios del 2009, su tan comentada contratación en el canal se hizo realidad, comencé a temer que se avecinaban tiempos tempestuosos. No me equivoqué: bastó que Aldo y yo estuviéramos frente a frente por primera vez para que, sin siquiera haber sido presentados, en pleno comité de prensa y frente a todos los directores, alzara su vozarrón para sacarme al fresco por algo faltoso que yo había dicho alguna vez –en pantallas- sobre él. La pechada en cuestión versó, más o menos, así: "Mira, Ortiz, si tú tienes algún problema conmigo me lo dices en mi cara, salimos afuera y lo arreglamos ahorita mismo." La serena mediación de los presentes evitó lo que hubiera sido un inútil derramamiento de sangre. Mía, por supuesto. Pero, pasado el mal rato, la reunión continuó sin sobresaltos. Acostumbrado como estaba yo al colegaje reptil que te pela las muelas y luego al primer chance desenvaina la fulera, quedé gratamente sorprendido de que alguien, por fin, tuviera el coraje de decir, de frente, lo que pensaba. Él no lo sabe pero comencé a respetarlo a partir de aquel ruidoso desplante bravucón. En los tres años que siguieron hemos compartido un solo café –de la paz- durante el cual reveló sus obvias dotes de conversador ilustrado, nos hemos sentado casualmente juntos en un auto, regresando de un aburrido almuerzo con alguno de los primeros ministros de este régimen (ver fotito) y hemos intercambiado tres (3) correos electrónicos con información científica sobre los avances contra el Alzheimer. A eso se reduce toda nuestra inexistente amistad. A eso y a mis numerosos intentos, siempre infructuosos, por invitarlo a mi set porque creo que sería un magnífico entrevistado. A estas alturas y sin necesidad de que me lo diga, me queda meridianamente claro que Mariátegui me mastica pero no me traga. Mejor así. El único vínculo genuino que puede existir entre dos periodistas es la sospecha.