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Jeremías Gamboa y la conquista de Lima en Ciudad de Cuentos
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Museos clandestinos del amor

Mi hija mayor fue concebida una fría tarde de noviembre, en un antiguo y decadente apartamento de la calle 35, en el barrio de Georgetown, en Washington, capital del imperio más poderoso de nuestro tiempo. Me había puesto ropa deportiva para salir a correr.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,La columna de Baylyhttp://goo.gl/jeHNR

Estaba entusiasmado porque me había llegado por correo una computadora personal marca Dell que había comprado por teléfono hablando con un operador en Austin, Texas, esa ciudad en la que perdí dos amores y a la que no he querido volver. Me negaba a inscribirme formalmente en la universidad, a pesar de que Sandra había presentado mi aplicación y logrado que me admitieran. Ella quería que estudiase filosofía o algo que me elevase intelectualmente y me permitiese desapegarme de mis rencores. Yo sostenía con vehemencia, con una fogosidad digna de mejor causa, que no era posible conciliar los estudios universitarios y la escritura de una novela. Era una tensión que no cedía. Desde Lima, cada tanto, mi padre llamaba para saludar y darme aliento. Cobardemente, como un pusilánime, escuchaba su voz en el contestador y me rehusaba a hablarle. Estaba en guerra con el mundo, solo Sandra era mi aliada y a ese amor noble me aferraba. Yo no me cuidaba y ella tampoco, vivíamos la pasión con absoluto descuido, sin prevenciones, sin cálculos. Nos queríamos tanto que teníamos que caer parados, no había por qué preocuparse. Yo confiaba en sus cálculos y ella confiaba en sus cálculos pero esa tarde caminé hacia la puerta, me detuve, volví sobre ella, la besé e hicimos el amor. Fue un arrebato, un momento intenso, luminoso, de pura pasión desbocada, la locura ciega de los amantes que se guarecen del frío, la llamarada en medio de la nieve. De ese momento sublime, inolvidable para mí, nació Camila Bayly. Pude haber salido a correr, pude no haber desandado mis pasos, pude no haber sucumbido al abismo del amor; por fortuna, para mi inmensa fortuna, capturamos el momento y luego Sandra capturó la vida de Camila, los latidos de Camila, y todo tuvo un sentido distinto, superior. ¿Qué habrá sido de ese departamento en el que se originó Camila? ¿Volveré a ese añoso edificio, tocaré el timbre, me atreveré a entrar y respirar ese aire rancio y antiguo? ¿Se oirán todavía los ecos confundidos de los amantes? ¿Bajará alguien al cuarto fantasmagórico donde se lavaba la ropa? ¿Quién ocupará ahora ese preciso lugar donde se fusionaron nuestros alientos y forjaron una vida nueva?

Caía la tarde neblinosa en la calle Los Laureles de San Isidro, en Lima, Perú, la ciudad más triste, cuando sonó el timbre. Como esperaba la visita de un amigo de nombre angelical, me acerqué al intercomunicador y pronuncié su nombre con leve entusiasmo. No era él, sin embargo. Era ella, Sandra, visitándome inesperadamente. Entró como un huracán, furiosa, humillada, en lágrimas. ¿Quién era Gabriel, por qué había abierto la puerta de mi casa diciendo su nombre, por qué esperaba de esa manera impaciente a Gabriel, quién era Gabriel? Gabriel no era nadie, era un hombre que había prometido visitarme, era la posibilidad remota de un amor fugaz que no fue. La posibilidad de que Gabriel fuese mi amigo se frustró esa tarde, en ese momento tremendo, de llanto y reproches, culpa y desolación. Al ver el daño que había provocado en el cuerpo trémulo y herido de esa mujer, me quebré, pedí perdón, prometí amor, me entregué a ella, fui suyo, completamente suyo, como ella quería que fuese, suyo y de nadie más, y la llevé a la cama y entré en su cuerpo como un monaguillo pío entra en la catedral, con aire pasmado, reverencial. De ese momento insólito de amor, que resumió violentamente las emociones más dispares, porque hicimos el amor llorando desconsolados, surgió la vida de Paola Bayly. Semanas después, abandoné ese departamento y desde entonces no he vuelto a pisarlo. Si pudiera, lo compraría y pondría una cama donde estaba mi cama y me echaría a mirar el techo recordando el modo afiebrado y agónico en que hicimos el amor aquella tarde, dando origen a Paola Bayly. Pero ese espacio ya no es mío y alguien vive allí sin saber el drama que ocurrió entre esas paredes. ¿Me abrirían si tocase el timbre? ¿Creerían que he vuelto atacado por la nostalgia para sentir el peso denso o liviano del aire en esa habitación?

Era de noche en el segundo piso de un edificio en la calle Vanderghen, en San Isidro, Lima, Perú, la ciudad más triste, cuando sonó el teléfono celular, mientras ella dormía. Sonó varias veces, estuve a punto de cortar. Estaba inquieto porque se me había terminado una de mis pastillas y había salido a recorrer la ciudad buscando esa pastilla azul y la búsqueda o la persecución había sido agitada y no exenta de cierta cuota de angustia o ansiedad. Ya tenía la pastilla conmigo, ya podía irme a dormir tranquilo, pero me detuvo la policía y fui acusado de pasarme un semáforo en rojo y alegué inocencia y todo terminó en un ambiente de confraternidad y camaradería, no hay policía más compasiva que la peruana. Entonces la llamé y la desperté y le pregunté si podía pasar un momento a visitarla. Me recibió en ropa de dormir, pasadas las tres de la mañana, con el gesto risueño. Inesperadamente, contra todo pronóstico, me había enamorado de Silvia. En las noches frías, mi cuerpo buscaba el suyo, me acomodaba cerca del calor que emanaba de ella. No nos cuidábamos deliberadamente, yo quería tener un hijo con ella y ella me quería tanto que estaba dispuesta a considerar esa aventura tremenda, un hijo contigo, puede ser, por qué no, si los dos sentimos que hay magia solo puede salir algo bueno. Puedo dar fe de que hubo magia aquella noche en su cama, burlándonos del tiempo y sus estragos corrosivos, conspirando para inventarnos una vida que viniese a iluminar nuestras sombras y penumbras. Fue un pequeño milagro que nuestros cuerpos se reuniesen de esa manera improbable y fugaz, fue un pequeño gran milagro que de ese momento surgiera la vida de una mujer tranquila y musical llamada Zoe Bayly: buscando a un hijo te encontré a ti, tanto mejor. Por respeto a Zoe, por amor a ella, no quiero desprenderme de ese departamento en el que ella se originó y quiero comprarlo pero la dueña no quiere vendérmelo. Negociaremos. Sería lindo que en unos veinte años, cuando yo ya no contamine el aire de ese barrio ni de ninguno, Zoe pueda sentarse en ese segundo piso de la calle Vanderghen y pensar aquí, en este exacto lugar, mis padres hicieron el amor y me hicieron a mí.

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