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Almagro, la OEA y la nostalgia selectiva
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Luis Almagro, el secretario general de la OEA, comenzó el año 2019 con su cruzada para que esta organización –que durante años solo servía para que los representantes de las naciones del continente americano hicieran catarsis cuando había conflictos entre algunos de sus miembros– resuelva genuinamente problemas, sobre todo, cumplir con la Carta Democrática Interamericana firmada en Lima, en 2001.
Almagro devolvió a la OEA su razón de ser. Como cuando la organización adoptó, en 1960, los principios propuestos por el “padre de la democracia” venezolana, Rómulo Betancourt. Él pidió solicitar “cooperación de otros gobiernos democráticos de América para pedir, unidos, que la Organización de Estados Americanos excluya de su seno a los gobiernos dictatoriales…”. Entonces, las democracias latinoamericanas aislaron a regímenes como el de Fidel Castro, en Cuba, y el de Rafael Trujillo, en República Dominicana, entre otros.
Almagro ha pedido la aplicación de la Carta Democrática para Nicaragua y la norma de Responsabilidad de Protección de los Pueblos (adoptada por la ONU en 2005) para el caso de Venezuela. Este último es un principio que permite la injerencia internacional para garantizar la seguridad y protección de los derechos humanos de pueblos vulnerados por sus propios gobiernos.
Esto le ha valido la admiración de los demócratas del mundo y el repudio de quienes son incapaces de distinguir dictaduras de izquierda con las de derecha. Por eso, Almagro es repudiado por simpatizantes de Evo Morales, Kirchner, los Castro e, incluso, un hombre notable en su forma de vivir, pero de dudables principios democráticos por su nostalgia al comunismo: el uruguayo José Mujica, que planteó la expulsión de Almagro del partido Frente Amplio.
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