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La muerte de Stalin
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Así titula la extraordinaria sátira de Armando Iannucci que cuenta la sucesión de Stalin. En verdad, y en la película, el sucesor debía ser el jefe de la KGB, el sanguinario Lavrentiy Beria, pero fue el bonachón de Nikita Kruschev. El desenlace fue despiadado como todo acontecimiento comunista y, sin embargo, ridículo cuando está en escena. Hay una bufonería macabra en estos sociópatas como hoy Maduro, Evo y… Putin. Aunque no parezca comunista, pues no alza el puño, está en el nacionalismo militar, exacerbado por su caudillismo mesiánico, que es donde fascismo y comunismo son lo mismo. En estos días de abril, Putin celebra con pompa la victoria de Stalin en la Segunda Guerra Mundial y coincide con su Conferencia Anual de Seguridad. Ya llegó Raúl Castro y su hijo, el coronel Alejandro; el ministro de Defensa chino, en representación de Xi Jinping, reencarnación de Mao; Padrino López (Venezuela), los norcoreanos e iraníes; todos los que matan opositores a tiros o con polonio radiactivo.
Estas reuniones son la verdad de Doctor Evil, del Guasón y Goldfinger. Occidente no cree en su peligrosidad y piensa que las heridas que le brotan se deben a su propia injusticia distributiva, a su insuficiente multiculturalidad; aunque el capitalismo sea el sistema que más vestimenta, vivienda y comida ha dado a sus pueblos en la historia humana. Pero Occidente se culpabiliza y, muchas veces, lo hace acicateado por un enemigo militar, con mando centralizado, experto en desplazamientos humanos y en la nueva guerra cibernética y asimétrica que utiliza, como agentes de amistad, a los más radicales creyentes de la libertad, a occidentales acomodados, cultos y buenos.
Un Occidente libre, educado y satisfecho pero suicida podría ser la próxima inspiración de Iannucci. Sería una magnífica parodia.
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