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El juego de las sillas
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En la fiesta se colocan las sillas en dos filas, pegadas respaldar con respaldar. Hay una silla menos que el número de jugadores, quienes giran nerviosamente a ritmos cambiantes y dubitativos al son de la música.
De pronto se apaga la música. Es la señal. Los jugadores aceleran o se frenan en su afán de encontrar una silla para sentarse. Unos empujan, otros se sientan encima de los otros. Unos caen al suelo. Cuando se disipa la temporal confusión, uno queda parado mirando a todos los que agarraron silla. Ha perdido. Sale del juego. Entonces, los demás se paran. Se retira una silla y el baile comienza de nuevo. Y así una y otra vez hasta que solo queda una silla y un ganador.
El sistema electoral peruano se parece al juego de las sillas, pero en una versión más agresiva. Una veintena de candidatos da vueltas al son de la música de la campaña… pero al medio hay solo dos sillas. Cuando la música se apaga (cierre de la votación, inicio del escrutinio), entre empujones y gritos solo dos encuentran asiento. Esos dos jugarán de nuevo dos meses después, pero con una sola silla.
El absurdo de un sistema político sin partidos es tener una multitud dando vueltas alrededor de dos sillas. Al apagarse la música, los dos que tienen el paradójicamente más alto porcentaje de votos de los pequeños porcentajes existentes agarran silla. Uno o dos puntos te hacen quedarte sentado o parado. Mientras la música suena, los frágiles liderazgos pasan de los Forsyth a los Lescano, de los Lescano a los De Soto, de los De Soto a los López Aliaga o los Fujimori o los Castillo.
La mayoría de los peruanos se queda parado, sin silla que los represente. Y se quedan dos pequeñas minorías jugando por la última silla.
Más que un juego de ideas, de propuestas, de ideologías o habilidades, parece un juego de azar. Gana quien tiene la suerte de tener más votos el día en el que los votantes tiran las ánforas como si fueran dados. Es más azar que ciencia. Porque si las elecciones eran dos semanas después, de pronto ganaba Beingolea.
El fraccionamiento político convierte las elecciones en un juego de sillas, irracional e inestable. Los extremistas y radicales de derecha o de izquierda, mantenidos a raya por las mayorías más cercanas al centro en sistemas de partidos sólidos y estables, tienen así una oportunidad en un sistema sin racionalidad política.
En los países con sistemas políticos maduros y civilizados, no se juega a las sillas. Se juega al nudo de guerra, en el que dos equipos cogen cada lado de la soga y la jalan esperando mover el centro un poco a la izquierda o un poco a la derecha en una contienda más pareja, más estable y más lógica. En una elección sale un gobierno más de un lado (como los republicanos en Estados Unidos o los conservadores en Reino Unido), y la siguiente vez uno del otro lado (como los demócratas o los laboristas). Pero no son tan distintos. El juego está en el centro. El extremismo queda excluido, salvo un accidente como Trump.
El juego que juegas depende de las reglas que eliges. Escogimos malas reglas y luego nos arrepentimos de las reglas que escogimos. Sin partidos, cada día tendremos más jugadores para pocas sillas. De allí nace el riesgo de ser gobernados por Castillos o Fujimoris, rechazados por la mayoría, pero impuestos accidentalmente por pequeñas minorías.
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