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[Opinión] Carlos Meléndez: La moderación esquiva

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Fecha Actualización
La elección de Pedro Castillo como presidente del Perú ha sido entendida por un sector progresista como una buena noticia democrática. La posibilidad de que un profesor de escuela rural, procedente de una región pobre como Cajamarca, se convierta en el máximo mandatario tiene, sin dudas, un carácter reivindicativo para los sectores más postergados de un país “de hondos y mortales desencuentros”. Esta suerte de cuento de hadas político, sin embargo, no nos debe llevar a soslayar el radicalismo de izquierda y conservador que encuba la propuesta política del partido oficialista Perú Libre ni los problemas estructurales de polarización social e informalidad política propios de las organizaciones partidistas peruanas. Obnubilados por el romanticismo del outsider campesino derrumbando al Goliat del establishment limeño, podemos haber entrado inadvertidamente en un giro del guion y estar en medio de una película de espanto.
Como se sabe, las elecciones peruanas de 2021 fueron de las más polarizadas en décadas, tanto en términos ideológicos (derecha vs. izquierda) como populistas (a favor / en contra del establishment). Mientras Keiko Fujimori (Fuerza Popular) buscaba representar posiciones promercado y proteger los pilares económicos de la Constitución Política de 1993, Pedro Castillo (Perú Libre) abogaba por derogar “el modelo” al agitar las urnas por una nueva carta fundamental. Detrás de esas disputas programáticas, yacía una grieta social más profunda: el 32% de peruanos se percibía como “ganadores” del crecimiento económico de los últimos 30 años, mientras que el 55% como “perdedores” (41% en el NSE A; 53% en el NSE B), según Ipsos (marzo, 2021). Los primeros tendían a favorecer a la candidata fujimorista y los segundos, al “Profesor”. La ajustada victoria de Castillo fue también el triunfo de estos “perdedores”.
El presidente Castillo no endosa ningún corpus ideológico, sino ideas-fuerza populistas (división maniquea del mundo entre élites corruptas y pueblo honesto, y soberanía popular) que, al sedimentar la polarización establishment/anti-establishment, estructuran la narrativa oficial. Por ejemplo, en el discurso de toma de mando de la presidencia, Castillo empleó una retórica reivindicativa histórica: de carácter populista anti-hispanista, y premeditadamente reduccionista: entre una herencia colonial nociva y un pueblo autóctono victimizado. Tal base populista es complementada con una matriz ideológica marxista-leninista-mariateguista promovida por el partido de gobierno, Perú Libre. El gabinete de ministros encabezado por Guido Bellido expresa una coalición de izquierdas partidistas (Nuevo Perú, Frente Amplio, Juntos por el Perú y otros) y sindicatos (magisterial y agraria, principalmente), pues, más allá de matices, coinciden en dichas premisas idearias.
El amasijo de ideas que comparte y promueve la coalición oficialista toma como base al socialismo del siglo XX (no del XXI) en su vertiente andina (indigenista, antihispanista), es esencialmente conservador en temas morales (como su oposición al enfoque de género en la educación pública) y con reflejos autoritarios en lo social (servicio militar para jóvenes que no trabajan ni estudian) y, sobre todo, es clasista y provinciano, anticapitalino y antiélite (incluyendo a la élite intelectual de izquierdas), contrahegemónico y asambleísta (las reglas formales se cambian por acuerdo popular). Es el pariente pobre del progresismo cosmopolita de la izquierda limeña. Dado que contiene reivindicaciones históricas, no tiene reparos en incorporar banderas ancladas en el pasado velasquista (“segunda reforma agraria”), ni, en algunos casos extremos, en ensalzar el bagaje contestario de Sendero Luminoso. La mayoría de miembros del gabinete Bellido comparte ese socialismo anacrónico, con aspiraciones refundacionales que se concretarían en su propuesta de una nueva Constitución Política.
El presidente Castillo, quien, en rigor, de outsider tiene poco, es el primer líder de un conflicto social que llega al poder por las urnas en Perú, gracias a un vendaval electoral anti-sistema y no por fortaleza sindical (como sucedió con Morales en Bolivia). Sin embargo, el entorno que le rodea, tanto de apoyo social como político, está conformado por sindicatos, frentes de defensa y partidos regionales atrapados en un proceso de modernización truncado y en una narrativa del materialismo-dialéctico, la que empieza a dirigir la travesía del gobierno hacia una radicalización que parece inevitable. Este radicalismo pues no se explica únicamente en la injerencia de Vladimir Cerrón, líder del partido, sino también en que Castillo está rodeado y presionado por una coalición de gobierno que representa una postergación social abismal, cuya impronta comparte.
Siendo así, la posibilidad de moderación del gobierno no ocurrirá por “moverse unas posiciones al centro” en el eje ideológico izquierda/derecha, como hicieran otros socialismos al detentar el poder (como el caso chileno del siglo XXI), sino en mover sus bases “de abajo hacia arriba” en el imaginario jerárquico de la sociedad peruana. Esto último acaecería, indefectiblemente, por la cristalización de una agenda reivindicativa (al menos, parte de ella), es decir, por una reforma constitucional (cuando menos, parcial). Además, si esta moderación no se procesa institucionalmente, se corre el riesgo de que el debilitamiento del régimen democrático se ahonde. La creciente polarización política y la politización de la moral durante los últimos años han llevado a sinergias centrífugas de las posiciones políticas: hemos visto cómo el fujimorismo priorizó su estrategia política a costa de deslegitimar al sistema electoral. Algo similar podría suceder desde el otro campo ideológico, pues al propugnar una carta refundacional que revierta la “hegemonía fujimorista” (sic), se pueden socavar el equilibrio de poderes y los órganos de control (el accountability horizontal), como experimentaron otros socialismos populistas iliberales al incrementar la democratización social a costa de la concentración del poder.
Para que la moderación no sea un bien esquivo para los peruanos, se requiere que los sectores políticos menos radicalizados participen más activamente en el proceso de reforma constitucional proyectado, para evitar que sea potestad de uno de los extremos. Negar totalmente esta posibilidad no es una opción luego de que quienes buscan derrocar la Carta Magna del establishment aún vigente han llegado al poder.
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