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[Opinión] César Luna Victoria: Alivio de luto

La corrupción es una de las tragedias más duras que sufrimos. Se roban dineros públicos; con eso se agrava el desamparo de muchos, que debieran ser socorridos con subsidios, se boicotea el funcionamiento de los servicios públicos y, en suma, nos impide ser una sociedad que funcione bien para todos. Lamentablemente, estamos así desde antes que naciéramos como república. Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso Quiroz, arranca con las denuncias de Antonio de Ulloa sobre las prácticas corruptas de la administración virreinal en 1736. Sin embargo, no era novedad, sino costumbre. Se sabía, pero, salvo esporádicas denuncias como la de Ulloa, el resto callaba por comodidad o por complicidad, porque algo debía chorrearles. A pesar de eso, la corrupción se hacía a ocultas, como todo crimen. Algo de vergüenza quedaba. Pero, de un tiempo a esta parte, la corrupción se exhibe como cicatriz de guerra, casi nadie desprecia moralmente al corrupto, como si fuese una condición para asumir cargos públicos. Dicen que 12 de los 16 gobernadores regionales electos en primera vuelta tienen procesos por corrupción.

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La corrupción es una de las tragedias más duras que sufrimos. Se roban dineros públicos; con eso se agrava el desamparo de muchos, que debieran ser socorridos con subsidios, se boicotea el funcionamiento de los servicios públicos y, en suma, nos impide ser una sociedad que funcione bien para todos. Lamentablemente, estamos así desde antes que naciéramos como república. Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso Quiroz, arranca con las denuncias de Antonio de Ulloa sobre las prácticas corruptas de la administración virreinal en 1736. Sin embargo, no era novedad, sino costumbre. Se sabía, pero, salvo esporádicas denuncias como la de Ulloa, el resto callaba por comodidad o por complicidad, porque algo debía chorrearles. A pesar de eso, la corrupción se hacía a ocultas, como todo crimen. Algo de vergüenza quedaba. Pero, de un tiempo a esta parte, la corrupción se exhibe como cicatriz de guerra, casi nadie desprecia moralmente al corrupto, como si fuese una condición para asumir cargos públicos. Dicen que 12 de los 16 gobernadores regionales electos en primera vuelta tienen procesos por corrupción.
La corrupción que desató Odebrecht pudo ser un punto de quiebre. Fue una corrupción organizada a escala mundial, casi un modelo de excelencia corporativa; adaptó los esquemas más modernos de integración empresarial; utilizó los canales financieros más exclusivos en Suiza y en los Estados Unidos; logró que Brasil, su país de origen, promoviera créditos internacionales para que los países deudores solo pudieran contratar con ella; y desató un sistema multimillonario de coimas y precoimas para colocar presidentes en 10 economías latinoamericanas y dos africanas. Un escándalo mayúsculo. ¿Qué pasó? En Estados Unidos le impusieron una multa de US$2,600 millones. Exorbitante, pero era la mitad de lo que correspondía. Le agregaron controles para sus reportes financieros y poco más. Sigue operando.
En Brasil, donde se inició todo, el crimen puede quedar en nada. ¿Cómo así? Pues, en lugar de identificar las causas de la corrupción, jueces y fiscales fueron por las cabezas políticas. Al presidente Lula, por ejemplo, se le llegó a meter año y medio a prisión. El caso se centró en un triplex en Guarujá y en una finca en Atibaia, ambos en São Paulo. Fueron remodelados por OAS, otra empresa brasileña acusada de corrupción. Se alimentó la morbosidad con los lujos de esas propiedades, contra un político que se preciaba de apoyar a los más pobres. Por el afán de destruirlo políticamente, se descuidó el proceso. Las propiedades no eran de Lula, no se acreditó que los propietarios fueran testaferros, ni si el dinero de las remodelaciones era ilícito. Peor aún, se filtraron conversaciones en las que el juez Sergio Moro entregaba información confidencial al fiscal Deltan Dallagnoll y coordinaba actuaciones judiciales contra Lula. Como corolario, el juicio se anuló por la parcialidad del juez Moro; Lula salió libre; la gente añoró la prosperidad de su gobierno anterior y lo volvió a elegir presidente; el crimen, si lo hubo, habrá prescrito. No se investigó si la política crediticia de Brasil fue la madre de la corrupción y si Lula fue el verdadero embajador de Odebrecht. Los jueces y los fiscales quisieron pasar a la historia como paladines anticorrupción, pero pasarán como cómplices involuntarios, porque los delitos quedarán sin castigo. Esa historia también se repite aquí. Salvo Toledo, quizá Vizcarra y Villarán, que enfrentan evidencias de corrupción, los demás casos no son de corrupción y están salpicados de parcialidades. Perdimos la oportunidad.