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[OPINIÓN] Jaime Bayly: Mande, patrón
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-¿Usted es el demonio? -me preguntó el periodista del diario mexicano Milenio.
-No -le dije-. Pero mi madre dice que todas mis novelas me las ha dictado el diablo.
Estaba entrevistándome en el club ejecutivo del piso cuarenta, en el hotel Hyatt de Polanco. Mientras bebía un café tras otro, yo pensaba:
-Dios quiera que no haya un terremoto.
Ese hotel había sido construido por ingenieros japoneses dos años después del catastrófico terremoto que sacudió a la Ciudad de México en septiembre de 1985. Me habían asignado una suite en el piso cuarenta y uno. Las vistas a la ciudad, a los rascacielos, a los bosques colindantes, eran sobrecogedoras.
-¿No le da miedo presentarse mañana en la feria del Zócalo? -me preguntó el reportero mexicano.
-No -le dije-. Mi único temor era venir a esta ciudad en septiembre, por los terremotos. ¿Por qué debería tener miedo si estamos en octubre?
-Porque esa feria la organiza la izquierda, o sea, sus enemigos -me dijo, con una sonrisa maliciosa-. Va a meterse en la boca del lobo. Usted critica duramente a nuestro presidente Obrador. Prepárese, que allí puede pasar cualquier cosa.
-No creo que pase nada -le dije-. No vengo a hablar de política. Vengo a presentar una novela.
Y es que la novela que me disponía a presentar en la feria del Zócalo, en el centro histórico de la ciudad, se había originado allí mismo, en un teatro de la capital mexicana, casi medio siglo atrás, en 1976, cuando Vargas Llosa, afiebrado de celos, a semanas de cumplir cuarenta años, le dio un puñetazo a García Márquez y lo dejó nocaut, con el ojo morado.
-Mejor no critique a Obrador en la feria -me aconsejó el periodista-. Eso va a estar lleno de izquierdistas que lo odian.
Joder, dónde me he metido, pensé, pero ya era tarde para arrepentirse. Por otra parte, si tanto me detestaba la izquierda mexicana, la izquierda que gobierna al país y a la ciudad, la izquierda que controla los actos culturales, ¿entonces por qué los señores organizadores me habían invitado a esa feria? Sin embargo, como no me gusta usar dineros públicos en mis viajes y mis cuitas, yo me había pagado todo: el boleto en avión, el hotel, los taxis y hasta la silla de ruedas que me esperó al pie del avión, nada más llegar. Temía que me afectasen la altitud y la contaminación en Ciudad de México y por eso pedí una silla de ruedas. Hice bien. Incluso sentado en la silla de ruedas, me atacó una extraña fatiga y se me escapó el aire. Víctima de un persistente dolor de cabeza, dormí fatal y me levanté a duras penas, entre los escombros de mi propio terremoto privado.
Pero ahora estaba bebiendo un café tras otro en el club ejecutivo del hotel y, después de conversar con reporteros de Reforma, Milenio y El Universal, se sentó frente a mí un hombre alto, moreno, de bigotes, ya algo canoso, en sus setenta, y me dijo que se llamaba Carlos, que había nacido en Cuba y llevaba la vida entera viviendo en Ciudad de México.
Para mi sorpresa, Carlos no sacó una grabadora ni abrió una libreta de apuntes. Empezó a hablarme de su vida, como si no llevase prisa. Me dijo que era escritor, profesor universitario, periodista ocasional. Me dijo que vivía en un barrio pobre y que los ladrones nunca le robaban porque ya lo conocían y lo llamaban afectuosamente “El Profesor”. Me dijo que había publicado varias novelas. Me aclaró que había sido amigo íntimo del escritor cubano Reinaldo Arenas, que se mató en Nueva York antes de cumplir cincuenta años, pero no su novio, no su amante:
-Yo no me singaba a Reinaldo -me advirtió-. Pero Reinaldo, en su novela póstuma El color del verano, dijo que yo era la loca más grande de Cuba. En realidad, no soy homosexual, pero Reinaldo me hizo esa fama. Solo fuimos amigos.
También me contó que fue muy amigo de García Márquez, hasta que un día, en la casa de Gabo en aquella ciudad, Carlos habló mal de Fidel Castro y Gabo le espetó:
-¡En mi casa no se habla mal de mis amigos!
Ofuscado, Carlos se levantó y se retiró deprisa, terminando de ese modo su amistad con García Márquez, menos mal que sin puñetazos.
Mientras el reportero cubano me contaba su vida, yo seguía tomando un café tras otro y me preguntaba si me haría una pregunta, al menos una, para simular que aquello era una entrevista. Pero quedé maravillado porque relató unas historias fascinantes y no perdió el tiempo haciéndome preguntas. Fue, a no dudarlo, la mejor entrevista que he dado en mi vida.
Al día siguiente, desperté gravemente afectado por el mal de altura: el aire me resultaba esquivo, me costaba trabajo respirar, me dolía la cabeza, me sentía exhausto, a duras penas podía sostenerme en pie.
Hablaré sentado en la feria, pensé. No vaya a darme un infarto.
Me tocaba hablar a las seis de la tarde, todavía de día, en la carpa Salvador Allende, plagada de propaganda izquierdista. Desde las carpas vecinas llegaban voces indignadas contra Pinochet, contra Kissinger, contra Nixon. También se oían voces belicosas contra Israel, contra Netanyahu.
Dónde carajos me he metido, pensé, tomándome una coca cola sin hielo, porque el hielo, me habían advertido mis amigos mexicanos, podía darme la temida maldición de Moctezuma, una maldición que suele esconderse, invisible, en el agua de aquella ciudad.
Por suerte, el auditorio estaba lleno y la gente me saludó y aplaudió con cariño. Decidí que no hablaría sentado: hablaría de pie, a riesgo de desmayarme. Hablé cuarenta minutos, pendiente del reloj. Conté cómo y por qué escribí “Los genios”, la novela sobre el puñetazo que Vargas Llosa le dio a García Márquez.
Al terminar la charla, invité al público a que me hiciera preguntas:
-Pregúntenme todo lo que quieran, salvo por mi peso -bromeé.
Se puso de pie un joven mexicano, cogió el micrófono y me dijo:
-Usted tiene un noticiero político en la televisión. Yo a usted lo vengo siguiendo. Usted dedica su programa, noche a noche, a criticar a nuestro presidente Obrador. ¿Acaso conoce usted la realidad mexicana? ¿Ha hablado con los mexicanos? ¿Por qué está contra nuestro presidente, que es el mejor presidente de la historia de México?
Una parte de la sala estalló en aplausos. Otra pifió y abucheó al joven defensor del presidente López Obrador. Yo recordé la advertencia del periodista de Milenio:
-Va a meterse en la boca del lobo. Prepárese.
El joven prosiguió:
-¡Usted no conoce México para criticar a nuestro gran presidente Obrador! ¡Es un honor estar con Obrador!
De nuevo la sala se estremeció con vítores y aplausos al espontáneo orador y, al mismo tiempo, con sonoras rechiflas y abucheos, principalmente las de mi amigo y colega Bruno H. Piché.
Respondí brevemente:
-Soy un defensor de la libertad. Tengo amigos cubanos y venezolanos. Por eso me entristece profundamente que su presidente López Obrador adule, no he dicho elogie, he dicho adule, a los despreciables dictadores de Cuba y Venezuela.
En ese momento, los emisarios del gobierno y los organizadores de la feria se pusieron de pie y se retiraron, airados. Temí que alguien subiera a agredirme, pero no ocurrió, menos mal, porque no sé de riñas ni pendencias; mi única arma es la palabra. Ya luego, por fortuna, no se habló más de política. Pero desde las carpas vecinas seguían llegando las voces, los ecos, los cánticos y los estribillos contra Nixon y Kissinger y Pinochet, y a favor de Allende, Fidel Castro y López Obrador.
De regreso en el hotel, fatigado pero contento, me senté en una esquina del restaurante Rulfo y me agasajé con una pechuga de pollo y una ensalada de peras.
Me había metido en la boca del lobo, había firmado centenares de ejemplares de “Los genios”, había criticado al presidente mexicano a unos pasos del Palacio Nacional y por suerte había salido ileso.
El domingo a mediodía, ya en el aeropuerto tras un tráfico tan espeso como previsible, pasé los controles aduaneros, a punto estuve de romper a llorar porque me decomisaron un perfume de Tom Ford en el que había gastado tres meses de regalías y, a continuación, un estimable señor mexicano, correctamente uniformado, me mostró una silla de ruedas y me dijo:
-¡Mande, patrón! ¿Adónde lo llevo?
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