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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: “Amigos: el resto es selva”
“Los pocos amigos nuevos que se hacen en la adultez suelen ser padres de amigos de nuestros hijos, atollados en los mismos limbos temporales de replantear sueños pendientes. Benditas sean las parrilladas, consuelo del pasmo adulto”.
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Eadie tiene un millón de amigos. Un antropólogo le pone un límite a la cantidad de personas con las cuales podemos relacionarnos de manera estable y significativa. Es decir, tener a alguien a quien puedas confiarle esa catedral pagana llamada amistad.
El antropólogo en cuestión, Robin Dunbar, explica esta limitación por la capacidad de procesamiento de nuestra neocorteza cerebral. Ese tejido esponjoso que paseamos dentro del cráneo, por más sofisticado que sea para hacernos pensar, tiene un límite para querer y recordar afectuosamente. Podemos recordar hasta cinco mil caras, pero ese es otro bisnes, no amistad.
El Número de Dunbar establece en 150 la cantidad de personas con las cuales uno puede cultivar una amistad. Incluye familia y amigos. Facebook y otras redes sociales son un espejismo. Los influencers las han hecho rentables; para el resto son como el muñeco de peluche que no se soltaba de niño. Pensamos que es algo real.
Este círculo de 150 personas sería el último de una serie de anillos concéntricos de los que nos rodeamos. El que lo antecede involucra entre 30 y 35 personas hacia las cuales se siente afecto y confianza. El segundo, más reducido, reúne a nuestros 10 mejores amigos.
El último, el íntimo, puede involucrar hasta cinco personas, lo que explica que a veces hasta sobren dedos de la mano para contarlas. En este círculo está la pareja, que cuando no sabe ser al mismo tiempo un amigo se diluye como pareja. No me entiende, no me escucha, son parte del catálogo habitual de la desilusión sentimental definitiva.
Alrededor de los 25 años estamos en el pico de nuestra vida social. Ahí nos volvemos los amigos de todos, tejiendo relaciones como arañas entusiastas. Pero el paso del tiempo y las responsabilidades van reduciendo, van filtrando, el entusiasmo por codearse con el prójimo. Aparecen las manías y la tolerancia se dosifica. Esta deja de ser una cortesía social para transformarse en un gusto adquirido que compite con los placeres encubiertos de la soledad voluntaria.
Las redes sociales inicialmente crearon el espejismo de que se podía recuperar el pasado y las personas que en él quedaron, pero, tras el intercambio nostálgico de rigor, la llama de la emoción va apagándose como una fogata sin leña. En el mejor de los casos son un retardante digital de una distancia inevitable. La amistad reclama horas de vuelo, atención e intención.
Por esto, una de las fuerzas fundamentales que alimenta la amistad y la hace perseverar en el tiempo es la flexibilidad. Dejar que alguien se aleje cuando quiera alejarse. Saber pasar por alto lo que valga la pena pasar por alto. Saber estar ahí, en suspenso, para cuando sea necesario estar ahí de verdad.
Dice el propio Dunbar que no hay peores enemigos de la vida social que los hijos. Por más iPads y pantallas con los que se intente suplantar la atención que necesitan, ellos imponen su propia agenda de crianza y aprendizaje tutelado – recógeme, tráeme, necesito – que no es sino el mismo recorrido que en su momento nuestros padres hicieron por nosotros. Ahora te das cuenta.
Por eso los pocos amigos nuevos que se hacen en la adultez suelen ser padres de amigos de nuestros hijos, atollados en los mismos limbos temporales de replantear sueños pendientes. Benditas sean las parrilladas, consuelo del pasmo adulto.
Esta semana, sería el invierno soleado, reparé en la alegría intensa y pura que le generaba a mi hijo poder hacer un paseo a Chosica con sus amigos. Ellos son la distensión necesaria a las presiones paternas y académicas, ese pesar inevitable. Con ellos comparte colegio, hartazgo por ciertos profesores, trucos de Fortnite y la ilusión que les hace ver todo atemporal y eterno. El partido de fútbol, la zambullida en la piscina, arrancarle la cola a un alacrán, todo es ahora y para siempre.
Recordé a un amigo inseparable de la infancia, el argentino Pablo Garcia, de quien pensaba que era mi primo porque compartíamos un apellido. Desapareció de la vida por ley natural y, si ahora nos volviéramos a ver, hablaríamos del clima y otras nimiedades como dos perfectos desconocidos, incapaces de recrear ese momento mágico de afinidad primera.
Mientras los niños conquistaban palos y piedras de La Cantuta, parecían una escenificación amateur del poema de Jorge Guillén:
Amigos. Nadie más. El resto es selva.
¡Humanos, libres, lentamente ociosos!
Un amor que no jura ni promete.
Así se resbalaban las horas sobre el domingo y una copa de vino. Contemplando el resplandor de una hermandad aún indiferente a la ingratitud del tiempo.
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