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[OPINIÓN] Jaime Bedoya: La vida secreta de las Barbies

“Los perennemente atentos pechos de las Barbies establecían una imposición volumétrica antes que un lugar de acogida, mientras que las estrictas limitaciones de sus articulaciones inferiores evidenciaban un tabú tácito”.

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Crecí con dos hermanas. Aprendí a entender cómo las mujeres dominaban las cosas de este mundo. Supe de visitas al baño que podrían tardar horas a pesar de no obedecer a necesidad fisiológica alguna. Conocí de los beneficios sensoriales de jugar al doctor con sus amigas. Y admiré la organización, jerarquía y equipamiento de una colonia de Barbies que vivía en un mundo paralelo que ellas les habían facilitado en el cuarto que compartían. Ese mundo plástico se podía ver, pero no se podía tocar, bajo amenaza de consecuencias impredecibles.
Una estantería se había convertido en un edificio de muñecas perfectamente estructurado. Había un lugar para los vestidos, otro para los zapatitos, siempre con tacos. Un espacio para los diversos accesorios más sofisticados que iban llegando en navidades o cumpleaños. Y un lugar para esa reproducción en miniatura de los calzoncitos que usaban las Barbies, fetiche prometedor para un varón aún en la víspera de las turbulencias hormonales. Algo tan pequeño cubría un tesoro desconocido.
Cuando a solas, lejos del veto y las miradas escrutadoras, las muñecas eran objeto de curiosidad y exploración. En esas circunstancias, tal manipulación era lo más próximo a conocer el cuerpo femenino de primera mano. No era más que una ilusión. La inocencia infantil ignoraba que el juguete se trataba de una opresiva representación comercialmente inducida y anatómicamente imposible. (Muera el patriarcado, hermanxs).
La disonancia física era obvia. Los perennemente atentos pechos de las Barbies establecían una imposición volumétrica antes que un lugar de acogida, que es lo único que se sabía de ellos por entonces, mientras que las estrictas limitaciones de sus articulaciones inferiores evidenciaban un tabú tácito. Una Barbie estaba negada a abrirse de piernas. Entre ellas, además, no tenía nada. Su entrepierna era una pulida e inexpresiva curva hacia ninguna parte.
Compré la entrada para ver Barbie con una fugaz y nostálgica sensación de vergüenza como la que se sentía cuando había que acopiar entereza para comprar preservativos en una farmacia. La joven vendedora de la boletería, empoderada, me preguntó si era solo una entrada. Sí, es por trabajo, no sé por qué tuve que explicarle entre masas de mujeres, mamás con niñas y jóvenes liberados, todos vistiendo ropa en alguna tonalidad del rosa. Más que trabajo, era curiosidad por este fenómeno rosado que —junto con la génesis de la bomba atómica— está salvando del olvido a la hermosa costumbre de ver películas a oscuras ingiriendo canchita. Porque la canchita no se come, se ingiere.
A poco de comenzada la película, quedó claro que Barbie, en medio de una crisis existencial digna de Oppenheimer, había sido convertida en rubio instrumento de un sarcástico ajuste de cuentas en contra de todo aquel que vistiera calzoncillo. Algunos señores ofuscados se retiraban del cine llevándose a sus hijas pequeñas, que por cierto habían ido a ver el mundo feliz de un juguete y se encontraron con el drama de una rubia sin genitales, expulsada del paraíso y que pensaba en la muerte mientras era acosada por un eunuco inútil de nombre genérico.
Lo astuto de este cuestionamiento es que se hace a través de lo que durante generaciones fuera una de las herramientas globales de la cosificación y perpetuación del estereotipo femenino: la Barbie, ese perfecto artefacto tóxico para entrenar a las niñas en la superficialidad, el consumismo y el servicio decorativo a favor del varón. Por no hablar de la imposición de estándares de belleza irreales. En el mundo real las medidas anatómicas de la Barbie serían de 96-45-71, lo cual, según la ciencia médica, la obligaría a andar en cuatro. Solo como referencia patriarcal, las medidas de nuestra curvilínea Milett Figueroa son de 90-59-92. Y Milett sí tiene un hermoso corazón, a diferencia de las muñecas.
El monólogo de una de las protagonistas interpretado por la actriz América Ferrera (que, no es casualidad, encarnó la versión norteamericana de Betty la Fea) lo explica. Comienza así: “Es literalmente imposible ser mujer”, explayándose en las exigencias contradictorias que se le demanda al género. Pero no es llanto, es factura: Mattel ha consolidado su marca y producto, la directora feminista del film ha monetizado su crítica en carreta, y las mamás saben ahora que sus hijas juegan en casa como una muñeca que también puede ser boomerang de género. Esa es la vida secreta de las Barbies.
Si un varón se siente ofendido por una película de muñecas en crisis, es porque esta debe tener algo de razón. Empezando por aquello de que para las Barbies los Kens son un accesorio inseguro y prescindible, candidato eterno al friendzoneo. En el mundo real, eso se traduce en que en realidad una mujer solo se necesita a sí misma, mientras que un hombre necesita creer que alguien necesita de él.
El macho que se respeta sabrá lamerse las heridas distrayéndose con el fútbol, las motos o explicándole algo a alguien, talento natural en el que nadie nos gana, no sé si me explico.
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