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[OPINIÓN] Joaquín Rey: “La mala educación”
“Se trata de una nefasta señal para los docentes que en su momento hicieron el esfuerzo de prepararse para una exigente prueba, y un duro golpe a los seis millones de jóvenes y niños que se educan en escuelas públicas...”.
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A mediados de 2022, la educación superior de nuestro país se vio severamente afectada con un clarísimo retroceso en la reforma universitaria, cuando el Poder Legislativo modificó la Ley Orgánica de la Superintendencia Nacional de Educación (Sunedu) para que las instituciones educativas sean parte del consejo directivo de la misma.
Se trataba de un despropósito por una razón bastante evidente: no se puede poner a los regulados a la cabeza de la entidad que los regula. Esto es comparable a colocar a empresas de telefonía en el consejo directivo de Osiptel, o a empresas del sector energético en el consejo directivo de Osinergmin.
La consecuencia de ello fue que, poco tiempo después, se designe a un superintendente que, en sus propias palabras, se considera un “padre de familia, amoroso, complaciente” de las universidades. ¿Cómo un regulador puede definirse como “complaciente” con sus regulados?
Desde entonces, ha comenzado un gradual proceso de desmantelamiento de la reforma universitaria. Así, han vuelto a operar más de 10 universidades que en su momento perdieron el licenciamiento por su pobre calidad, y se aprobaron más de 2,000 nuevas carreras universitarias sin que la Sunedu verificara condiciones mínimas.
La afectación a la educación, no obstante, no ha acabado ahí. El pasado jueves fue el turno de la educación escolar, pues el Pleno del Congreso aprobó una norma que permite que 14,000 docentes se integren a la carrera pública magisterial por una “vía rápida”, en lo que constituye un evidente golpe a la meritocracia en el sector.
Esta situación se remonta a la década de los ochenta, cuando se permitió el nombramiento temporal de profesores que no contaban con título universitario dada una carencia temporal de docentes. La medida, que debía ser transitoria, se prolongó por tres décadas hasta que, en 2014, en el contexto de la reforma magisterial, se buscó regularizar la situación. Para ello se aplicó un riguroso examen a casi 15,000 docentes que habían ingresado con aquella medida excepcional. El resultado fue que solo unos 500 maestros (lo que equivale al 3%) aprobaron la evaluación.
Todos los más de 14,000 reprobados fueron retirados de la carrera magisterial, en lo que constituyó una dura batalla política que el entonces ministro Jaime Saavedra tuvo que librar. En los años posteriores, se volvió a aplicar la prueba en diversas oportunidades, pero el nivel de aprobación fue igualmente bajo.
Pues bien, este jueves último, diez años después de la primera evaluación, el Congreso aprobó una ley que permite que todos estos profesores retirados puedan reingresar a la carrera magisterial con un examen considerablemente más sencillo que el aplicado en 2014.
Se trata de una nefasta señal para los docentes que en su momento hicieron el esfuerzo de prepararse para una exigente prueba, y un duro golpe a los seis millones de jóvenes y niños que se educan en escuelas públicas que, como consecuencia de esta aprobación, recibirán una calidad educativa aún más pobre de la que hoy tienen.
Es lamentable que una norma tan claramente perjudicial haya sido aprobada con votos de bancadas de todo el espectro político. Lo que estas han hecho, a fin de cuentas, es consumar tardíamente la agenda del tristemente recordado Pedro Castillo, una de cuyas principales promesas de campaña era precisamente la aprobación de esta medida.
Es también preocupante que, entre los principales propulsores de la ley, se encuentren tres congresistas que reprobaron el examen en 2014 (uno de los cuales volvió a hacerlo luego en cuatro oportunidades). Para ellos, los ingresos de un reducido grupo de docentes están por encima del derecho a la educación de calidad de nuestros menores. Clientelismo del más burdo.
La pelota está ahora en cancha del Ejecutivo, que debe definir una posición clara y observar esta ley. No hacerlo sería aceptar que las pequeñas agendas de grupos de interés particulares atropellen, una vez más, el interés público y el futuro del país.
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