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Beto Ortiz: El genocidio secreto
Todas las páginas de este diario serían insuficientes para relatar el horror del Caso Los Cabitos, una horrenda, imperdonable masacre perpetrada entre los años 1983 y 1985, y acaso silenciada en salvaguarda del prestigio de las Fuerzas Armadas y de su obvio autor mediato.
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Hace 34 años, cuando el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, el gallardo fundador de Acción Popular que confundía terrucos con abigeos, era presidente del Perú, su ministro de Guerra era el general del Ejército Óscar Brush Noel, el comandante general de las Fuerzas Armadas era el general EP Carlos Briceño Zevallos y el comandante general de la lucha antisubversiva era el general EP Clemente Noel Moral, el cuartel militar Domingo Ayarza, más conocido como Los Cabitos, en Ayacucho, fue convertido en un auténtico campo de exterminio donde, amparándose en el estado de emergencia, por lo menos 159 peruanos –entre ellos, muchos menores de edad– fueron secuestrados, torturados y, finalmente, asesinados y enterrados en fosas comunes en la pampa de La Hoyada, el campo de tiro de la base, para luego, en muchos casos, ser incinerados en hornos crematorios construidos por los propios soldados para tan macabro fin. Basándose en testimonios contenidos en el Informe Final de la Comisión de la Verdad, en 2004, la fiscal provincial de Huamanga, Cristina Olazábal, formuló denuncia penal contra los generales arriba mencionados y otros siete oficiales por los delitos de secuestro, tortura y desaparición forzada de personas: Humberto Orbegozo Talavera, Pedro Edgar Paz Avendaño, Julio Carbajal D’Angelo, Carlos Millones D’Estéfano, Roberto Saldaña Vásquez, Carlos Torres Rodríguez y Arturo Moreno Alcántara. Pronto, en razón de su complejidad, el proceso debió ser trasladado a Lima donde la fiscal nacional de Derechos Humanos y Terrorismo, Luz Ibáñez, continuaba su tenaz trabajo monitoreando las infatigables labores de excavación en busca de los restos, labores de ubicación que echaron mano también de los valiosos datos contenidos en el libro “Muerte en el Pentagonito” del periodista Ricardo Uceda. La paciencia rindió sus frutos y en enero de 2005 se encontró, en el perímetro del cuartel, una primera fosa con dos cuerpos. La fiscal Ibáñez ordenó excavar un área total de 170 mil metros cuadrados en la que se logró hallar 58 fosas y, dentro de ellas, el Equipo Peruano de Antropología Forense constató la existencia de un total de 109 cuerpos maniatados, amordazados, vendados, brutalmente golpeados y ejecutados con balas de 9 milímetros en la nuca o en la sien. Solo 5 cuerpos pudieron ser identificados porque la habitual falta de reactivos ha hecho imposible la realización de las pruebas de ADN en la totalidad de los restos. También se encontró el infame horno crematorio y el tanque que lo abastecía de combustible –que permanece en el lugar hasta la fecha, como un recordatorio del espanto– así como 24 botaderos de restos carbonizados, ya imposibles de someter a pericia alguna. Se organizó exhibiciones de las prendas de vestir que permitieron que algunos familiares de las víctimas las reconocieran. Un dato espeluznante: el 30% de los asesinados tenía entre 11 y 20 años de edad.
A las 3:25 de la mañana del viernes último, luego de haber esperado justicia durante 34 años, Angélica Mendoza de 88 años –“Mamá Angélica”–, la madre del desaparecido Arquímedes Ascarza, pudo escuchar por fin el veredicto de los jueces. “Mamá: estoy acá preso. No sé dónde estoy ni cuándo saldré, pero estoy un poco tranquilo”– dice la nota que, tras una pericia grafotécnica que verificó su autenticidad, forma parte de las evidencias consignadas en el expediente. La nota que, gracias a algún soldado de buen corazón, pudo hacerle llegar su hijo, escribiéndola a escondidas, en un pedazo de costal de azúcar. Pero el sacrificio de toda una vida consagrada a buscarlo no bastó. Mamá Angélica nunca volvió a ver a su hijo. Todavía hoy se le escapa un sollozo sin fondo al contemplar la fotografía que ha colgado de su pecho dolorido para recorrer incansablemente el país, pueblo por pueblo, sin hallarlo jamás: “Nunca lo encontré y nunca lo voy a olvidar. Cuando yo muera, olvidaría, pero mientras yo vivo, no se puede olvidar”. La lectura de sentencia estaba programada para el miércoles pasado, pero ninguno de los militares acusados acudió a la cita con la justicia. Como si, para los deudos, no fuera suficiente el haber esperado los 14 años que duró el proceso, el juez del Colegiado B de la Sala Penal Nacional, Ricardo Brousset, ordenó postergar la audiencia un día más. Como era de esperarse, los acusados faltaron también a la segunda citación. Antes de la lectura de sentencia, Humberto Orbegozo Talavera, Arturo Moreno Alcántara y Roberto Saldaña Vásquez fueron declarados reos contumaces.
La condena más severa –30 años de prisión efectiva por asesinato– fue para Orbegozo Talavera, el otrora jefe del Cuartel Los Cabitos, hoy de 75 años de edad, quien, por supuesto, se encuentra prófugo. El coronel EP Édgar Paz Avendaño, de 79 años, jefe de Inteligencia de la siniestra Casa Rosada de Ayacucho, fue sentenciado a 23 años de cárcel por el mismo crimen, pero –de acuerdo a un informe del noticiero de Latina– ya había tomado las precauciones del caso pues salió del país el 11 de agosto con destino a México, siendo Estados Unidos su probable destino, pues tiene residencia en ese país. En lo que podría considerarse un triunfo del también ausente abogado de los militares, César Nakazaki, los jueces se reservaron la lectura de sentencia para el general (r) Carlos Briceño Zevallos (90), ex comandante general del Ejército y el coronel (r) Carlos Millones D’Estéfano (86), jefe del Estado Mayor Operativo, en razón de una supuesta demencia senil que podríamos denominar amnesia selectiva pues –según la fiscal Ibáñez– antes de que a sus abogados se les ocurriera tamaña estrategia, ambos oficiales hacían gala de perfecta coherencia y lucidez. También se reservó la lectura de sentencia para el oficial Arturo Moreno Alcántara, que también continúa fugado. El asustadizo coronel (r) Roberto Saldaña Vásquez, en cambio, huyó por gusto, pues fue absuelto por falta de pruebas. Tanta cobardía contrasta con la dignidad y la entereza de la estoica Mamá Angélica, que no ha cambiado una sílaba de su relato desde el primer día: “Mi hijito estaba tranquilo en la casa. Ojalá como otros estaría correteando, pero él era tranquilo con su estudio, con su cuadernito está, tranquilo está, durmiendo, han entrado esos miserables le han sacado en su ropa de dormir. Ni sus restos, ni su ropita, nada encontré. Andando por los barrancos, todo el sitio buscando. He encontrado bastantes muertos, toda clase de torturados, pero mi hijo no. Dónde lo llevarían esos desgraciados, con Belaundicha han hecho, esos miserables…”.
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