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La piel de la calle
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Unas fotos que solamente yo podía tener porque solamente alguien como yo podía guardar unas fotos como esas. El entrevistado era un (todavía) hermoso y atlético galifardo a quien yo había conocido doce años atrás cuando él era un completo anónimo cañetano y fue justamente por eso que le propuse lo que le propuse. Si él hubiera sido la mitad de famoso de lo que es ahora, ni siquiera se me hubiera ocurrido. Yo –que siempre los descubro primero que todos esos dizque cazadores de talentos– ya lo había visto pasar con su andar quimboso por mi calle, (mira qué sabroso camina/así de medio lao/etc.), y estaba decidido a hacer lo que se hacía cuando no había Tinder ni Grindr, así que cuando querías gilear a alguien tenías que hacerlo frente a frente y cara a cara. Estaba, pues, decidido a meterle letra. Toda la letra que fuera necesario que para eso somos, pues, precisamente, hombres de letras. Estamos en Barranco y es el año 2007, el morenaje está ahí, delante de mí, así que me le acerco en el paradero y, como quien no quiere la cosa, le hago el habla –qué sé yo: qué hora tienes, por acá pasa la 73, tu cara me suena, etc.– para terminar, por supuesto, proponiéndole lo que le propuse: le digo que yo –ejem– tengo un proyecto (se dice así, ¿no?), un proyecto fotográfico y que yo lo que quiero es –ejem– hacerle una sesión de fotos. Nada más. Claro, pero… tú no eres fotógrafo. ¿Y qué chucha si tú tampoco eres modelo? Veste con. ¿Qué tipo de fotos? El tipo de fotos que te estás imaginando hace ratazo, jugador. A mí con el viejo truco de las fotos artísticas. A mí con ese floro monse. Sácale partido mientras lo tengas, sobrino, que ese six pack no te va a durar toda la vida. Ya pe’ tssss. Ta’ que te maleas. Tampoco es para tanto, van a ser fotos nomás. Mmm. ¿Tolaca? No pasa nada, causa. Tú no vas a hacer absolutamente nada. Te quedas ahí paradito nomás. ¿Paradito, cómo? Tampoco te equivoques. Fotos nomás, ¿no? ¿Quieres pelado o en bóxer? No sé. Ta’ qué palta. ¿Tú cuánto pagas? No sé. ¿Tú cuánto cobras? ¿Oe’ qué? No seas sano. No sé, pe’ di tú. No, di tú. No, tú. No, tú. Etcétera. Como estaba visto que aquello no era falta de entusiasmo sino de caja chica, al final, después de mucho verso y mucho tira y afloja, Galifardo aceptó posar por una cantidad que –según me confesó en la entrevista– era bastante plata para él en esa época. Lo que no le dije fue que, en esa epoquita en la que yo estaba ya bastantes años sin chamba en la tele, aquella suma también era bastante plata para mí. Pero ¿por qué les estoy contando todo esto? Porque esta semana, un fotógrafo charapa y callejero que se hace llamar Inon Sani me pidió que le escribiera un textículo, una especie de intro que pudiera poner a la entrada de su exposición en Monumental Callao, de modo que evoqué mi etapa gloriosa como fotógrafo amateur de Malcriados del Trome y escribí:
Alguna vez le preguntaron al escritor chileno Pedro Lemebel por qué hablaba tanto de los pobres si él hacía tiempo que ya no lo era. Él, tras darle una larga pitada a su cigarro, les respondió:
- Yo hablo del pueblo porque me acuesto con el pueblo.
Inon Sani también. Las fotos de Inon Sani no hablan de otra cosa porque él –supongo que no será nada original– no piensa en otra cosa que en eso. En la secreta belleza del cuerpo de su próximo mancebo o batería seria, de su próximo lover boy, de su próximo broder. Y la busca por donde quiera que va, vive al acecho de ella, siempre olfateando el aire, siempre alerta y sigiloso y cazador como un felino hambriento en medio de la espesura. Inon Sani está enamorado del objeto de su arte que es, al mismo tiempo, su fantasma, su obsesión, su monotema, el objeto de su deseo, de su frenético, su fanático deseo. Inon –que nadie sabe cómo se llama aunque todos sabemos que no se llama Inon– está obviamente enamorado de sus modelos. De todos sus modelos, sin excepción. Y sus modelos son, por supuesto, los hijos del pueblo, los mototaxistas y los lancheros, los cobradores de combi y los motoristas y también, claro está, los maperos y los fletes, los vaguitos de costa, sierra y selva, los más hermosos palomillas, los guapos fumekes, los sensuales pandilleros.
Como tantos artistas de otros tiempos, Inon busca la verdad como esa esquiva maravilla que parece esconderse en la perfección de los cuerpos, en el resplandor de esa juventud dorada que florece, implacable, contra viento y marea, en la miseria de las legendarias barriadas flotantes de Belén o en el achorado corazón de los barracones. Así en el Nanay como en el Callao, Inon Sani se mueve como pez en el agua, porque en ambos respira la misma, idéntica libertad, porque la majestuosa desnudez brilla por igual en todas las playas, porque su alma se alimenta de la alegría espléndida de los puertos. Inon Sani se enamora con ese trágico amor con que se ama en todos los puertos del mundo. Ese amor que es tan efímero que hay quienes lo confunden, a veces, con la arrechura. Pero la arrechura se parece tanto a la felicidad.
Y la felicidad dura un instante.
Quizá la vida toda es solo eso: apenas un instante de arrechura. Así que antes de que el instante se nos escurra inexorablemente como arena entre los dedos, antes de que el muchacho se levante y se vista y, dando un portazo, se marche de su vida para siempre, Inon Sani lo convence de posar y lo retrata y así lo captura y lo atesora y, sin que ninguno de los dos se dé mucha cuenta, lo convierte en un pequeño dios.
Y eso también es para siempre.
(En honor a la verdad y en salvaguarda de su buena reputación, quiero aclarar aquí que Galifardo nunca me ligó. Pero, eso sí, encontré todititas sus fotos y casi se muere del roche cuando se las pusimos en pantalla gigante. Ustedes podrán verlas también, sin censura, cuando se emita el programa. Resultó que tenía sus fotos muy bien guardaditas en mi viejo buzón de hotmail que es adonde habré de acudir cada vez que necesite documentar cualquier amor efímero o eterno del pasado para poder hacer lo único que, a estas alturas, puedo hacer con él: para poder contarlo).
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