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No es país para niños
Advertencia para el lector: el devastador testimonio que leerán a continuación no fue escrito por este columnista. Se trata de fragmentos tomados de dos valientes libros de memorias: “Instrumental” (2014) y “Fugas” (2017) del pianista James Rhodes.
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Imagina que te inmovilizan boca abajo, con la cabeza aplastada contra el suelo, mientras algo así de grande entra en algo tan pequeño. ¿Podrías siquiera plantearte todos los aspectos físicos que intervienen en un acto semejante? ¿La fuerza que hay que aplicar y las lesiones que se producen? ¿Podrías tratar de imaginar también el dolor físico extremo de una experiencia así? Y después, cómo te levantan y te ponen de rodillas como si fueras una muñeca de trapo, cómo te dan bofetones y puñetazos y cómo te meten esa cosa en la boca a la fuerza, mientras no puedes respirar, te ahogas y piensas: voy a morir y sientes que te hundes en el agua. Imagina que te limpias la sangre de las piernas, a solas, en un baño cerrado. Imagina que, en lo más profundo de tu ser, sientes que esto te pasa por culpa de algo malo que hiciste. Que no hay nadie con quién hablarlo. Que no hay salida. Abuso sexual. Menuda palabra. Violación es más exacto. Abusar es tratar mal a alguien. Que un hombre de cuarenta años penetre a la fuerza a un niño de seis no se puede considerar abuso. Es mucho más que un abuso. Es una violación con ensañamiento que provoca múltiples operaciones, cicatrices externas e internas, tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, fantasías suicidas, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, complejos sexuales, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, síndrome de personalidad múltiple, etcétera. ¿Quieren saber cómo arrebatar a un niño todo lo que le hace ser niño? Viólenlo. Déjenlo inmovilizado y métanle cosas en el interior del cuerpo. Viólenlo de forma continuada.
No voy a describir con detalle los aspectos sexuales por varios motivos. Algunos de ustedes podrían leerlo y utilizar esos fragmentos para alimentar sus fantasías. Otros podrían sentir asco e indignación. El sentido de difundir estas palabras pegajosas y tóxicas es el siguiente: ese primer incidente ocurrido en un cuarto sin ventanas y cerrado del gimnasio me dañó de forma irreversible y permanente. Lo que resulta más interesante del modo en que aprendí a que me violaran es el impacto que produce en la persona. Es como una mancha que nunca desaparece. Todos los días hay mil cosas que me lo recuerdan. Siempre que cago. Que veo la tele. Que observo a un niño. Que lloro. Que leo el diario. Que oigo noticias. Que veo una peli. Que me tocan. Que mantengo relaciones sexuales. Que me hago una paja. Que bebo algo inesperadamente caliente o doy un sorbo demasiado grande. Que toso o me atraganto. La hipervigilancia es uno de los síntomas más raros del síndrome de estrés postraumático. Cada vez que oigo un ruido fuerte, un estornudo, un estruendo, un chillido, un llanto, un claxon, siempre que noto algo repentino, por ejemplo, que me tocan el hombro o que suena una notificación de mensaje en mi celular, doy un brinco. También están los tics. Los involuntarios gestos pequeños y no tan pequeños que me acompañan desde que comenzaron los abusos. Se me van los ojos, tengo espasmos en las cuerdas vocales, suelto gruñidos y chillidos sin querer y tengo que repetir el sonido hasta que me sale bien.
Luego están las cosas que dan vergüenza de verdad. Por ejemplo, tengo una erección cada vez que lloro. De un modo u otro, el cuerpo lo recuerda todo y asocia las lágrimas con el sexo. El sexo también es un tema. La vergüenza monumental del orgasmo en la que quieres que te trague la tierra. El constante horror de creer en el fondo que tu mujer está en cierto sentido manchada, que es sucia y mala porque mantuvo relaciones sexuales de adolescente. Por mucho que sepas lo estúpida que resulta esta idea. Yo mantuve relaciones sexuales de chico. Fue algo malo. Yo soy malo. Tú también las has tenido muy joven así que eres mala. Por tanto, no podemos estar juntos, No te puedo respetar. Eres asquerosa. Cásate conmigo. Te quiero, sucia puta. Dicen que el tiempo todo lo cura pero es mentira. El tiempo no cura estas heridas. Yo nunca perdonaré, nunca olvidaré y el tema siempre me inspirará una rabia descomunal. El motivo por el que siento tanta rabia es que sé que no hay nada ni nadie en este mundo que pueda ayudarme a superar esto del todo. Ni familiares, ni mujeres, ni novias, ni psicólogos, ni iPads, ni pastillas, ni amigos. Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas. ¿Cómo no iban a serlo? Me utilizaron, me tiraron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez, durante años y años.
La vergüenza es el legado que dejan todos los abusos. Es lo que garantiza que nunca salgamos de la oscuridad y también es lo más importante que hay que comprender si quieren saber por qué las víctimas de abuso sexual están tan jodidas. Todas las víctimas consideran en determinado momento que se merecen lo que les han hecho por actos malos que ellas han cometido. A veces puedes darte cuenta y aceptar a un nivel profundo que te equivocas, pero normalmente se trata de algo que, en el fondo, siempre creen –que siempre creo– que es cierto. Yo tenía treinta años la primera vez que se lo conté a una amiga y lo primero que me dijo fue: “Bueno, James, eras un niño preciosísimo”. Más pruebas de que era mi culpa, de que esto lo causé yo. Era mi belleza, mis coqueteos, mi maldad, lo que obligaba a los adultos a hacerme esas cosas. La vergüenza es el motivo por el que no se lo contamos a nadie. Las amenazas funcionan cierto tiempo, pero no años. La vergüenza asegura el silencio y el suicidio es el silencio definitivo. Lo que más me define es el sentimiento de vergüenza. Quizá si acepto, acojo y suavizo esa sensación de culpa, de falta, de maldad, de abyección que hay en mi interior, los defectos y las creencias que parecen lograr que el mundo funcione en mi contra empiecen a desaparecer.
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