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El pajarito moral
Antaño paraíso de la expresión libérrima y risueña, el Twitter se ha convertido en un cadalso para el linchamiento público.
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Un niño con problemas de lenguaje es atacado sin piedad por un grupo de compañeros de salón que se ceban en él, insultándolo, dándole de lapos, jaloneándolo, tirándose encima de él y finalmente volcándole la carpeta boca abajo. Un solo valiente se lanza a intentar defenderlo, pero es rápidamente reducido por la jauría que insiste en seguir adelante con su grotesco ritual de agresión. La cámara de seguridad instalada en el aula registra también cómo el resto de alumnos y alumnas pasan por el costado del niño que está siendo violentado como si nada pasara, continúan con el normal desenvolvimiento de sus actividades: van, vienen, sacan sus mochilas, regresan, absolutamente indiferentes al infierno cotidiano del infortunado menor al que, con suma crueldad, han elegido como el hazmerreír de la promoción. Entrevistada por una reportera de ATV, la auxiliar del plantel niega con desparpajo absoluto lo que las sublevantes imágenes están mostrándonos en televisión nacional. Cuando toca el turno de hablar al padre del niño abusado, el hombre no puede más y estalla en llanto, impotente, inconsolable. El colegio de animales en cuestión se llama Cibert-Uni y está en San Juan de Lurigancho.
La denuncia periodística fue emitida la noche del viernes y, a pesar de su contenido desgarrador, no mereció la indignación de ningún celebrity en redes sociales, no se viralizó ni se volvió tendencia en el Twitter. La Defensoría del Pueblo no dijo ni michi. El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, tampoco. El de Educación, menos.Ese mismo día, sin embargo, un caso análogo involucró a ciudadanos adultos en el aeropuerto Jorge Chávez y generó una tremenda batahola. Antonio Gálvez, un joven gay representante de la Lima moderna, fue blanco del tradicional hostigamiento que ciertos machitos de barrio se sienten en la imperiosa necesidad de ejercer a fin de reafirmar –delante de sus pares– su presunta impenetrabilidad, su supuesta calidad de sementales inmaculados y 100% pititos. Apodado “Míster Sabroso” –para más señas–, el chistoso de turno en esta ocasión fue Juan Carlos Paz, animador de la muy exitosa orquesta salsera Zaperoko, quien –acaso herido en su avasalladora virilidad por las maneras suaves de Antonio, un muchacho al que ni siquiera conocía y que solo tuvo la mala suerte de pasar por ahí, tomando agua de una botella– le gritó una frase que, ciertamente, se prestaba a múltiples interpretaciones: “¡Tómatela toda!”. Fue en ese momento que, al enfadado grito de “what the fuck?”, Antonio comenzó a grabarlo todo con su teléfono, exacerbando con esta acción los ánimos del bacán de esquina quien, evidenciando una edad mental de siete años, se puso de pie y dio inicio a una lamentable rutina de poses y disfuerzos de Fulvio Carmelo que, lejos de ridiculizar a su víctima, lo hicieron, sin duda, merecedor de la unánime vergüenza ajena de toda la sala de embarque. Como si aquello no fuera sanción moral suficiente, Antonio se le acercó y le paró el macho con una advertencia escalofriante: “¡Voy a subir el video a mi Facebook para que todo el mundo sepa que los de Zaperoko son unos homofóbicos!”. Cumplió su amenaza, por supuesto. Y lo que vino después fue un escándalo de proporciones que obligó al propio director de la Orquesta, Johnny Peña, a salir con todos sus músicos a disculparse con el ya clásico argumento de “tengo muchos amigos gays” que combinó con otra no menos socorrida excusa: “La gente sabe que somos súper bromistas”. Ya, pe’. Las disculpas no fueron aceptadas por Antonio Gálvez, quien ahora ha anunciado que, a su retorno al Perú, iniciará acciones legales contra Zaperoko. “Aquí en la orquesta hay reglas” –respondió, ya más adusto, Johnny Peña– “entre nosotros podemos bromearnos, pero no puedo tolerar que molesten a alguien a quien no conocen y viendo como está la situación, estoy considerando una decisión más drástica y, de repente, hasta separar a Juan Carlos de la orquesta”. A través de su Twitter, la Defensoría del Pueblo se pronunció rápidamente sobre el hecho recordándole al afectado que podía denunciarlo por el delito de difamación. El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables hizo lo propio condenando la discriminación, repudiando la agresión y saludando la valentía del agraviado al denunciar. Incluso Lima Airport Partners –concesionaria del aeropuerto Jorge Chávez– tuiteó para rechazar estos comportamientos que deben ser erradicados no solamente en nuestro terminal aéreo, sino en todo el país.
Juzgue el lector la gravedad de los dos casos arriba descritos y decida si la atención que merecieron –en redes y en medios– resultó o no proporcional al hecho denunciado. No seré yo quien decida cuál de los dos ameritaba más la inmediata intervención de las autoridades. Las preguntas que sí quisiera plantear, en cambio, son las siguientes: ¿en qué momento se convirtió el Twitter en la Policía Moral de la sociedad?, ¿hasta qué punto estamos todos obligados a marchar al ritmo que nos toca la banda de las redes sociales?, ¿toman las autoridades decisiones políticas en función de la cantidad de likes y de retuits que los famosos e influencers les obsequiarán?, ¿están permitiendo los poderes que el rugir de las tribunas decida la vida y la muerte de los cristianos? Veamos: en mayo, Magaly Medina celebró que Paolo Guerrero se quedara fuera del Mundial con un tuit de una sola palabra “¡Salud!”. Y esa sola palabra bastó para que la dejaran sin programa. A Salvador Heresi también lo botaron del Ministerio de Justicia de un solo tuit.
Y el malhadado sketch radial de Carlos Galdós en torno a los supuestos baños con jarrita de Keiko en Chorrillos, produjeron tal avalancha de adjetivos contra él –tal despellejamiento público– que su posterior tuit de disculpas ni siquiera fue tomado en cuenta a la hora de tuitear castigos. ¿Es esto la democracia? Yo, que tendría que ser el más feliz con esta fiebre, lo dudo. Falsa modestia aparte, soy el segundo tuitero con más seguidores en el Perú y el primero no es Vizcarra, sino Gianmarco. Y, sin embargo, no me gusta nadita en lo que el Twitter se está convirtiendo. Me repele su creciente espíritu irracional de barra brava. Cada vez me siento menos parte de esta tribu cibernética a la que hoy encuentro demasiado histérica y tremebunda y resentida y escaldada.
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