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La primera vez que usé corbata
Nunca he preparado las preguntas de una entrevista con tan obsesiva dedicación como en mayo del 2000, cuando supe que, por fin, podría entrevistar a Mario Vargas Llosa.
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Créanme. Nunca he estudiado tanto para una gran prueba salvo, quizás, cuando batallaba, a sangre y fuego, con el álgebra en las semanas previas a mi examen de ingreso a la universidad. Eran las postrimerías del régimen fujimorista y Vargas Llosa, tras una larga ausencia, regresaba al Perú en vísperas del fraude electoral de la re-reelección para presentar una novela que era, además, un nuevo alegato contra la dictadura: La fiesta del Chivo. Los periodistas de los principales canales de televisión ya tenían agendada, de antemano, una cita “en exclusiva” con él, pero quien esto escribe no formaba, en absoluto, parte de tan selecta cofradía. Recuérdese, por favor, que la TV peruana de aquel entonces no era la de hoy y muchos de los grandes temas que debían tratarse en pantalla no los decidían necesariamente los periodistas, ni siquiera los dueños de los canales sino un ente “superior”. Todos saben que era esta instancia la que decidía qué se decía y qué se callaba, a quién se vetaba y a quién se entrevistaba, qué se le preguntaba y, sobre todo, qué no se le preguntaba. Y si había un entrevistado prohibidísimo para aquella televisión ese era, precisamente, Vargas Llosa, aquel pensador réprobo a quien Fujimori, su antiguo rival electoral, había amenazado con despojar de la nacionalidad porque “desprestigiaba al Perú”, país en el que había nacido “por un accidente de la geografía”.
Pero el raro interés de aquella prensa por recibirlo no significaba, sin embargo, que los canales al servicio de la dictadura hubieran sufrido, de súbito, un acceso de independencia. Todo lo contrario: a pocas semanas de la farsa electoral, al régimen le convenía proyectar una falsa apariencia de pluralismo y apertura. ¿Había acaso mejor prueba de libertad de prensa que ver al Némesis de Fujimori hablando en vivo en todos los canales? ¿No era eso, acaso, la democracia? Yo sabía que no me iba a ser nada fácil conseguir que él viniera a mi estudio. Mi primer esforzado programita tenía apenas cuatro meses de vida y el Canal A de La Victoria era, como el entrañable Hocicón de Condorito, un canalito pobre pero honrado que no integraba la millonaria logia de los canalazos comprados por la mafia del ‘Doc’. Si no recuerdo mal, antes de tomar la decisión personal de visitarnos, Vargas Llosa acudió a varios dominicales y respondió a todas las preguntas que aquellos periodistas no le formularon, dijo en voz alta lo que muy pocos se atrevían a decir por el miedo a terminar sus días secuestrados, torturados o muertos (y cremados con gran eficiencia) en los lúgubres sótanos del SIN. O por el temor –bastante más pedestre y deleznable– de terminar despedidos a patadas del canal.
Sé que fue después de haber asistido a programas como ese y de haber sido animado por algunos amigos que Vargas Llosa aceptó por fin hacernos un sitiecito en su agenda y visitarnos en el set para grabar a las dos de la tarde de aquel inolvidable 10 de mayo del 2000. Como ya he dicho, llegué a la cita con varias amanecidas de estudios a cuestas. Soy, por suerte, un reportero chapado a la antigua que no confía en la validez periodística del Internet, puse a todo mi sufrido equipo a bucear en archivos de diarios, bibliotecas, hemerotecas y librerías de viejo. El desmesurado acopio de datos se tradujo en rumas de libros de y sobre Vargas Llosa –muchos de ellos comprados de segunda a vendedores callejeros, para así lograr estirar nuestra magra caja chica– y además de todos esos libros usados que me asfixiaban con ese mortal polvillo al que soy alérgico, me rodeaban también cordilleras de fotocopias que leí, repasé y anoté con una chanconería de la que yo mismo seguramente me habría burlado en otras circunstancias. Recuerdo que cuando vi a Vargas Llosa entrando al canal, rodeado por su impresionante corte, comencé a sudar helado, sentí ese vértigo, ese hueco en el estómago, ese temblor de piernas que no experimentaba desde la última vez que me sacaron a la pizarra en el colegio, en mis arduos días de gordito del salón. Recuerdo que, al presentar en cámaras a mi invitado, dije –o mejor dicho: tartamudée– que lo mejor de ser periodista era tener la posibilidad de conversar cara a cara con nuestros ídolos y que esa noche, yo estaba a punto de entrevistar a uno de mis ídolos y que esa era la razón por la que estaba tan nervioso y que pedía disculpas, de antemano, al público por todos los errores que seguramente iba a cometer. “Caramba, Beto, gracias” –dijo mi invitado, entre risas– “con semejante presentación, el que ahora está nervioso soy yo”.
Un televidente de entonces me dijo que, al ver aquel programa tuvo la sensación de estar espiando en la conversación de dos viejos amigos. Es la cosa más bonita que me han dicho sobre una entrevista televisada aunque no sea cierta. Una entrevista es, casi siempre, un encuentro accidental de dos extraños en el que uno de ellos pretende que el otro desnude su alma y le revele –a él y a toda su audiencia– cosas que no le revelaría ni a su mejor amigo. Soy, por supuesto, su fan, pero no me alucino su amigo. Haberlo leído, en cambio, me ha hecho, en gran medida, el mecanógrafo que creo que soy. Y es por esa razón que siempre me ha resultado imposible tutearlo, como sí he podido tutear, en cambio, a más de un presidente de la República. Digo “siempre” como si hubiera hablado con Vargas Llosa más de las tres veces que le he hablado en toda mi vida. Y en ninguna de esas memorables oportunidades intenté jamás tratarlo a priori de “Mario” como cierta modita limeña exige, como si hubiéramos corrido tabla juntos en el Waikiki. Todos los que creemos que escribimos, todos los que tratamos de escribir tenemos, querámoslo o no, una muy particular manera de relacionarnos con Vargas Llosa del mismo modo en que todos los aspirantes a rockeros vienen de Elvis y van hacia él. Hay escritores jóvenes cuyo primer libro, providencialmente, llega a las manos de Vargas Llosa quien, un buen día, no solamente los lee sino que los menciona y hasta los elogia y los cubre con ello de una prematura pátina dorada que les transtorna sin remedio la existencia porque, después de haber sido halagado en público por Vargas Llosa, a un escritor solo le quedan dos caminos desesperados para conseguir la gloria literaria: la obra maestra o el suicidio. Nadie lo sabe, pero esa inolvidable entrevista de mayo del 2000 fue también la primera vez que usé corbata.
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