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El reparto de mi vida
Desde el camerino del teatro, algunas notas antes de que empiece la función.
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El elenco que pasó el casting para “Morbo” es, en realidad –digámoslo claro– el desfile de los ex. El ex concursante de “Perú tiene talento”, Bboy Chris Slater, ganador absoluto del último “Pura Calle”, estrella de Los Reyes del Suelo de Trujillo. El ex asistente de producción Bas Branny from Ayacucho, el único que se da el lujo de contratar a un asistente de asistente para que lo supla en el programa todas las noches que tenemos show. Y así, sucesivamente: el ex security, el ex chofer, el ex alumno. Claro, cualquiera diría que nadie se me escapa. Los ex y, en algún caso, los sex. Aunque debe parecerlo, esto no fue capricho mío, sino, más bien, una exigencia del género (vade retro, palabra demoníaca), del género del teatro testimonial que, en vez de actores, sube a escena a los verdaderos personajes de una vida real, con todos los riesgos de extrema crudeza que esto implica. Ha pasado ya un año desde el primer ensayo de un montaje que partía, prácticamente, de la nada porque ni siquiera tenía un texto y que, con el correr de las tertulias, los ejercicios y las improvisaciones se fue forjando de un modo medio misterioso, extraño, brujo. Si yo hubiera sabido lo trabajoso –y emocionalmente agotador– que iba a resultar el proceso, quizás ni siquiera me hubiera animado a proponerlo pero la verdad es que no tenía ni la menor idea del lío en que me estaba metiendo cuando Gabriel, el director, nos dio el vamos. No fueron pocos los que cayeron en mitad de la batalla. Piero, por ejemplo, el único actor profesional del grupo, debió dejar la silla de asistente de dirección para subirse a las tablas a enriquecer una secuencia clave con una coreografía de “Vogue” que es la única escena que hace estallar espontáneos aplausos de la platea. Nadie dijo que sería fácil. Cuando ya creíamos que una escena estaba redonda, zas, tiraba la toalla algún actor y había que empezarlo todo desde cero. Era entonces que algún voluntario providencial aparecía. Anthony, por ejemplo, mi mano derecha, terminó dentro del elenco a fuerza de reemplazar a uno de los faltones (que, irónicamente, nunca faltan). Y Fabio salió en libertad unas pocas semanas antes de que estrenemos, justo a tiempo para suplir al último de los desertores. Es que el teatro exige una constancia, una tenacidad que, desde afuera, es imposible imaginar. Y una paciencia de orfebre porque hay mucho que repetir, mucho que pulir, mucho que macerar y mucho que esperar. Y a nadie le gusta esperar. Esperar a que llegue tu turno, a que aprendas tu letra, a que la chispa prenda, a que la cosa cuaje. La tarde en que Fernando Díaz de “Día D” vino al teatro a grabar, me tocaba ensayar uno de los momentos más intensos: la carta para mi mamá. No había llegado a la mitad del texto cuando –no sabría decirles por qué– estallé en llanto como un niño extraviado frente a su cámara prendida. Abraza tus emociones– me aconsejaron pero yo me estaba ahogando en moco y no podía abrazar nada. Así no podía seguir. Ernesto Pimentel, que nos había visitado ese día, me advirtió que eso me podía volver a pasar y que, llegado el caso, no había tu tía, la función debía continuar. “Haz un avioncito” –me dijo mientras yo me sonaba la nariz, con los lentes empañados, sin entender nada. Ahora sé que tenía razón, así que, antes de salir a escena, vuelvo a escribir la misma carta de memoria y, si la tristeza me alcanza, me pongo a salvo echando mano al consejo de mi buen amigo: “agarra tu carta y haz con ella un avioncito”.
*****
Mi obra tiene una escena en la que Fabio Dulce me entrega una carta.
En cada una de las funciones, llegado el momento, se acerca a mí y me entrega un sobre azul que, de acuerdo al libreto, yo examino apenas, muy por encima, constato que hay un papel doblado en su interior y me lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Hoy, mientras separaba la ropa para la lavandería, encontré siete sobres azules en los siete jeans negros que he usado en las siete funciones que ya llevamos de “Morbo”, mi unipersonal. Seguro de que eran cosa de utilería, los eché al tacho y continué con la habitual rutina doméstica de fin de semana. Pero, al momento de bajar la bolsa de basura, los volví a ver ahí botados y, no sé por qué, recogí uno al azar y lo abrí, esperando encontrar un papel en blanco doblado en cuatro. Sorpresa, sorpresa: era una carta, una de las siete cartas distintas que Fabio se había tomado el trabajo de escribirme cada noche: Querido papá Beto: Qué increíble ser parte de esta locura. No sabes cuánto me emociona. Cada vez que cierro los ojos se me vienen un montón de cosas malas a la cabeza pero al estar aquí contigo vuelvo a tener la oportunidad de soñar despierto y sentirme un dios en el escenario. Con su curioso nombre de personaje de novela romántica, Fabio Dulce fue uno de mis alumnos más capos en el taller de escritura creativa que dicté por tres años en el penal de Piedras Gordas. Dentro del grupo él era algo así como un Pepe Grillo larguirucho y desgarbado, algo así como la conciencia moral de la manada: afectuoso y cálido pero también orgulloso y sutilmente subversivo. Ni los técnicos ni las psicólogas del INPE podían con él y solo atinaban a castigarlo confinándolo, junto a las ratas, en esa temida mazmorra a la que llaman “el hueco”. No era para menos. Leer lo estaba convirtiendo en un peligro inmanejable. El otrora dócil interno cuestionaba ahora su dudosa autoridad: “Se sienten inferiores a mí. Ellos nunca han leído a Dostoievsky. Ni a Elie Wiesel, ni a Primo Levi, ni a Viktor Frankl. Pobrecitos”. Abro los siete sobres y en cada uno hay un secreto, una confesión, una historia desconocida del muchacho que, la noche del estreno, tuvo la elegancia de regalarme girasoles “porque eran las flores favoritas de Óscar Wilde”. Solo hay una cosa que no he compartido contigo, papá Beto. Nunca te escribí sobre mi hermano. Le dieron dieciocho años de cárcel. Él era mi sombra, yo era la suya. Éramos dos prófugos en la noche. Yo cuidaba de él, lo defendía de todo y de todos, hasta de mi familia. Éramos igual de malhechores pero un día hizo algo terrible. Lo quise mucho pero lo que hizo… no lo puedo comprender. No lo perdono. Solo espero que sobreviva en esa cárcel que él solito construyó. Es un fantasma ahora y quizá sea mejor dejar los fantasmas ahí donde viven las sombras. Me pone contento leerlo y comprobar lo bien que escribe. Hacía tanto tiempo que nadie me escribía cartas a mano que había olvidado lo fascinante que era. La simple maravilla de una carta escrita a mano. Me arrellano en mi sillón favorito para leerlas, para disfrutarlas despacio, una por una, mientras, surcando el océano plomo plata, el majestuoso B.A.P Unión hincha orgullosamente sus velas frente a mi ventana y yo me siento una persona afortunada.
En cada una de las funciones, llegado el momento, se acerca a mí y me entrega un sobre azul que, de acuerdo al libreto, yo examino apenas, muy por encima, constato que hay un papel doblado en su interior y me lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Hoy, mientras separaba la ropa para la lavandería, encontré siete sobres azules en los siete jeans negros que he usado en las siete funciones que ya llevamos de “Morbo”, mi unipersonal. Seguro de que eran cosa de utilería, los eché al tacho y continué con la habitual rutina doméstica de fin de semana. Pero, al momento de bajar la bolsa de basura, los volví a ver ahí botados y, no sé por qué, recogí uno al azar y lo abrí, esperando encontrar un papel en blanco doblado en cuatro. Sorpresa, sorpresa: era una carta, una de las siete cartas distintas que Fabio se había tomado el trabajo de escribirme cada noche: Querido papá Beto: Qué increíble ser parte de esta locura. No sabes cuánto me emociona. Cada vez que cierro los ojos se me vienen un montón de cosas malas a la cabeza pero al estar aquí contigo vuelvo a tener la oportunidad de soñar despierto y sentirme un dios en el escenario. Con su curioso nombre de personaje de novela romántica, Fabio Dulce fue uno de mis alumnos más capos en el taller de escritura creativa que dicté por tres años en el penal de Piedras Gordas. Dentro del grupo él era algo así como un Pepe Grillo larguirucho y desgarbado, algo así como la conciencia moral de la manada: afectuoso y cálido pero también orgulloso y sutilmente subversivo. Ni los técnicos ni las psicólogas del INPE podían con él y solo atinaban a castigarlo confinándolo, junto a las ratas, en esa temida mazmorra a la que llaman “el hueco”. No era para menos. Leer lo estaba convirtiendo en un peligro inmanejable. El otrora dócil interno cuestionaba ahora su dudosa autoridad: “Se sienten inferiores a mí. Ellos nunca han leído a Dostoievsky. Ni a Elie Wiesel, ni a Primo Levi, ni a Viktor Frankl. Pobrecitos”. Abro los siete sobres y en cada uno hay un secreto, una confesión, una historia desconocida del muchacho que, la noche del estreno, tuvo la elegancia de regalarme girasoles “porque eran las flores favoritas de Óscar Wilde”. Solo hay una cosa que no he compartido contigo, papá Beto. Nunca te escribí sobre mi hermano. Le dieron dieciocho años de cárcel. Él era mi sombra, yo era la suya. Éramos dos prófugos en la noche. Yo cuidaba de él, lo defendía de todo y de todos, hasta de mi familia. Éramos igual de malhechores pero un día hizo algo terrible. Lo quise mucho pero lo que hizo… no lo puedo comprender. No lo perdono. Solo espero que sobreviva en esa cárcel que él solito construyó. Es un fantasma ahora y quizá sea mejor dejar los fantasmas ahí donde viven las sombras. Me pone contento leerlo y comprobar lo bien que escribe. Hacía tanto tiempo que nadie me escribía cartas a mano que había olvidado lo fascinante que era. La simple maravilla de una carta escrita a mano. Me arrellano en mi sillón favorito para leerlas, para disfrutarlas despacio, una por una, mientras, surcando el océano plomo plata, el majestuoso B.A.P Unión hincha orgullosamente sus velas frente a mi ventana y yo me siento una persona afortunada.
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