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El tren de mi tía Judy
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“Te presto a mi mamá, pero me la cuidas como si fuera tuya” – me whatsappea, desde Venezuela, la prima Zoila Katerina. Le respondo que no se preocupe, mientras me pregunto en qué tipo de huérfano vitalicio me debo haber convertido para que, a mis cincuentiún añitos, la gente siga sintiendo que necesito una mamá prestada.
Mi tía Judy lo tiene todo por conversar. Desde que, hace siete años, murió su esposo –y un hijo de mi edad hace ocho– su vida se ha vuelto una tertulia abruptamente silenciada, una especie de eterna conversación pendiente. Mi tía Judy –desde entonces– vive en la permanente búsqueda de un público, de cualquier audiencia dispuesta a escuchar las infinitas historias que tiene por contar. Es como si hubiera tenido que permanecer callada demasiado tiempo y ya no pudiera seguir soportando ese síndrome de abstinencia. Mi tía Judy toma la palabra a cada momento. No la pide, la toma. Se dirige al respetable en el nombre de sus canas. Le urge sobremanera alzar la voz y decir muchas cosas. Cosas que acuden a su memoria en tropel y que se acumulan y que, si no las dice ahora, después se le quedan atascadas para siempre en la garganta. Y si hablamos, por ejemplo, de carros, tía Judy se acuerda del Caprice Classic que manejaba su esposo. Y si hablamos de comida, se acuerda de la exquisita sopa de rodilla de cochino que su esposo le invitaba en el lujoso comedor del Hotel Bergland de la Colonia Tovar. Y si hablamos de que esta casaca de cuero me la compré en Buenos Aires, se acuerda de lo bien que la pasaron allá, la vez que fueron con su esposo y tuvieron la suerte de ver a Libertad Lamarque en el Teatro Gran Rex. La voz se le quiebra, eventualmente, de tanto recordar y su llanto quedito genera en la mesa una cierta incomodidad que, sin embargo, se disipa en un instante. “Necesitas un terapista para que termines tu duelo” –le recomiendan las primas cuyos esposos viven aún, pero ella no tiene la menor intención de escuchar consejos que no ha pedido, no tiene la menor intención de terminar su duelo, acaso porque sabe que el duelo, cuando es real, nunca termina, que el vacío va a ser vacío siempre porque no puede convertirse en otra cosa. Porque hablar de los ausentes todo el tiempo es una manera dulce pero inútil de invocarlos. Mi tía Judy no tiene la menor intención de cambiar de tema porque los años la han vuelto así. Porque la muerte de los que amamos nos vuelve así: monotemáticos.
“Vivo ya tantos años sola que si consigo alguien con quien hablar... ¡no lo suelto nunca!” – me dice, a modo de traviesa disculpa porque ya son las dos de la mañana y ella sigue echando cuento y ya todos aquí nos estamos cayendo de sueño menos ella.
Y yo –supongo que esto es evidente, porque si no, qué carajo hago desperdiciando mi sábado escribiendo– ando también en busca de cualquiera a quien le importen mis historias. Al final, no importa quién, cualquiera. “En Lima no va a aguantarte nadie”– le advirtió Max Eduardo, el hijo mayor, de lejos, el más escéptico frente a mis entusiastas planes de repatriación– “te van a mandar de regreso en una semana”. Y ya tiene quince días como feliz rehén en su país, de modo que tu apuesta, mi querido primo, está perdida. Dice que, para sentirse acompañada en su departamento de Acarigua, mi tía Judy vive con dos televisores encendidos a la vez, así que todo lo que tú le quieras venir a contar, ella lo vio primero en Films & Arts o en Discovery Channel. “¿No hay televisores aquí?” –reclama cuando se percata de lo único que le falta a su lujoso camarote del tren Belmond Andean Explorer.
“¡Por supuesto que sí!” –le responde Arnaldo, el supervisor de a bordo, con una sonrisa– “tenemos uno de más de cien pulgadas”. Y diciendo esto, abre las persianas para descubrir la panorámica ventana por la que logramos divisar los altos muros del templo de Wiracocha en Raqchi y a través de la cual podrá contemplar ricas montañas, hermosas tierras, cumbres nevadas –a lo largo de tres días con noches–, ríos, quebradas, es su Perú. Como, en su caso, se trata de un regreso al corazón mismo de la patria, qué mejor idea que quedarnos a vivir en este vagón de tren que nos llevará por las tierras más altas, desoyendo la opinión de los cardiólogos que desaconsejan semejante ascenso en pacientes de más de ochenta años. Como por sus venas corre la bravía sangre aijina de mi abuelo, los 4,400 metros del abra de La Raya no le han hecho ni cosquillas y mientras ciertos pasajeros, bastante más jóvenes que ella, son derribados por el soroche, sufren arcadas, sangran por la nariz, se sujetan, con desesperación, la cabeza taladrada por la jaqueca o se aferran a sus providenciales máscaras de oxígeno, mi tía Judy está en la barra, de lo más pancha, metiéndole letra al Jonathan y secándose el tercer humeante jarro de Huajsapata para calentar el gaznate. Bautizado en honor al famoso cerro puneño, dicho cocktail, brebaje o cocimiento se prepara poniendo al fuego, en una pequeña cacerola, un par de onzas de vino Malbec y media de pisco Quebranta, jarabe de romero, crema de cassís, triple sec, canela y jugo de naranja. Como es dulce y calientito, pasa suave y exige repetición. Acomodándose su blanquísimo chal de baby alpaca comprado a los artesanos de la última estación, mi tía Judy sonríe y deja escapar un suspiro (ese aire que nos sobra por ese alguien que nos falta), mientras sufre y goza. Estoy seguro. Al mismo tiempo, sufre y goza, sufre porque en Venezuela ya llevan cinco días sin agua ni luz, pero goza porque dice que este viaje es la maravilla curativa para todas sus tristezas. Afuera, la noche puneña y la lluvia se precipitan majestuosamente sobre nuestro tren mientras nosotros, cobijados en su mullido interior, avanzamos, a una velocidad de escasos treinta kilómetros por hora, balanceándonos, de rato en rato, con la suave cadencia de un navío y disfrutando la elegancia del pianista de a bordo que interpreta, para nosotros, el invierno de Vivaldi con una indiferencia extraordinaria.
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