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¡Vizcarra, ra, ra, ra!
¿En qué momento hacer de guaripoleras del presidente se volvió tan prestigioso para los periodistas?
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Hace un par de noches, mi buen amigo, el hoy enjuto, espigado, casi enteco Jaime Chincha me invitó a su programa de RPP TV para hablar de mi libro y terminamos hablando de todo menos de mi libro, cosa absolutamente normal pues es lo que los entrevistadores siempre hacemos: invitar a alguien que acaba de publicar algo para hablar de cualquier otra cosa porque hablar de libros en la tele no da rating y la única manera de hacerlo es teniendo un banco que te banque y, por ahora, no tenemos. Horas antes de la entrevista, por whatsapp, le pedí a Jaime que no entráramos al tema político con mucho detalle por una muy simple razón: cuando no tengo programa periodístico –como ahora–, aprovecho para disfrutar la vida como cualquier parroquiano promedio: leo otras cosas, veo otras cosas, hago otras cosas y vivo en la deliciosa ignorancia de la desinformación. Vivir hiperconectado, leyéndolo todo, comentándolo todo, cuestionándolo todo, tuiteándolo todo es periodismo y el periodismo es trabajo, así que si nadie me está pagando por hacerlo, pues no lo hago. Tan desconectado estoy que me puedo pasar una semana entera sin noticias de ningún tipo, me levanto cuando todos los noticieros matutinos han terminado, jamás enciendo la radio y los periódicos –que solo me llegan a casa los domingos– los leo, a veces, los lunes y a veces, nunca. No es que me parezca que no sucede nada ni que nadie tiene nada original ni interesante qué escribir. No es eso. O no es eso solamente. Sucede que tengo toda mi cosecha de la Feria del Libro arrumada en mi mesa de noche, impaciente como amante que no espera: los Diarios de John Cheever, Mongolia de Julia Wong, El dios más poderoso (Vida de Walt Whitman) de Toni Montesinos, Malayerba de Javier Valdez Cárdenas, Cementerio de barcos de Ulises Gutiérrez, Sábado, domingo de Ray Loriga, Resina de Richard Parra, El cerebro corrupto de Eduardo Herrera Velarde, Akelarre de Mario Mendoza, Todo es demasiado de Cristhian Briceño y Memorias de un hijueputa de Fernando Vallejo. Y por si fuera poco, tengo pendiente la tercera temporada de La casa de papel. Sabrán comprender entonces que haya dejado la lectura compulsiva de encuestas de popularidad presidencial y de columnas de opinión sin opinión para una próxima oportunidad.
Le pedí a Jaime que no me preguntara mucho sobre política e hizo exactamente lo contrario, que es lo que los entrevistadores hacemos cuando el entrevistado nos pide que no le preguntemos algo. Me preguntó, por supuesto, cómo veía yo a Vizcarra y no tuve más remedio que decirle la verdad: que me parece que es un gran guionista –le dije– digno de Netflix, un maestro del drama y el suspense, un prestidigitador que sabe exactamente cuándo hay que darle un golpe de timón a la trama y sacar a un personaje de la serie, sacar un conejo del sombrero para mantener a su audiencia fascinada y a la prensa laxa, lela, embobada comiendo alpiste de su mano como un canario. Cuál es el momento preciso de pelarle las muelas a Meche Aráoz y cuál el de dedicarle una feroz mirada de desprecio al mejor estilo del Padre Maritín. Eso, señores, es dramaturgia pura. No me explayé demasiado con el flaco Chincha porque casi no había tiempo, pero de haberlo tenido, le hubiera sustentado mi hipótesis de que Vizcarra ha estado llevando un curso de guion a escondidas. De otro modo no se explica su destreza para construir a sus personajes antagónicos, agigantarlos, demonizarlos, convencernos a todos de que son una amenaza para la supervivencia de la raza humana en el tercer planeta y así erigirse a sí mismo como el épico, glorioso superhéroe que los vencerá. Y luego hacer uso efectivo de todos los poderes (del Estado) para sacarlos de escena por completo y asegurarse la atronadora ovación de las tribunas, siempre haciendo alarde de su tradicional humildad, dejando la tribuna oficial para irse a un costado a comer la canchita que le trajo su mamá. El titán modesto. El ídolo de perfil bajo. El problema es que se ha ido quedando, paulatinamente, sin archienemigos. Su última Némesis es el Congreso pero este Congreso es tan temible como un dinosaurio de dunlopillo de aquellos que combatía Ultramán o los Power Rangers. Tan aterrador como un Barney de dunlopillo, más bien. Por eso es que ya le dieron ganas de irse. Este libreto no resiste más. ¿Cómo esperaban que aguantara otros dos años? ¿Peleando contra quién? ¿Contra el T-Rex Olaechea? ¿Contra la Beteta? ¿Contra Becerril, a quien le pega hasta César Ritter? Imposible. Ya se sabe que un superhéroe sin villanos se vuelve mortal. Mortalmente previsible y aburrido.
Más aburrido todavía resulta constatar que el último grito de la moda en corrección política consiste en hacerle barra a este Presi tan gris que pareciera haber sido sacado de un cuento de Ribeyro. ¿Dónde se ha visto? En mis tiempos era lo último que un periodista podía hacer. Ponerse de chupamedias del que la lleva era impensable, pero parece que ahora es lo que más se estila. Es una fiebre que tiene con la cabeza caliente a tres cuartas partes de la prensa nacional y me quedo corto. ¿Por qué será, eh? ¿Será acaso genuino antifujimorismo? ¿Será acaso instinto de supervivencia o, lo que es lo mismo, publicidad estatal? Una maquinita por aquí: chajuí. Cuando le dije al amigo Chincha que su programa era la resistencia, no estaba intentando ser irónico. Créanme. Lo juro. Una maquinita por allá: chajuá. Se trató de un arranque de wishful thinking nada más. Lo siento. No veo televisión peruana, ¿manyas? Yo solo veo People & Arts. Lo mejor fue cuando le pedí que me mencionara una obra de Vizcarra y se quedó pensando. Y seguimos todos pensando todavía. Una cocina Surge al que me diga cuál será la obra por la que Martín Vizcarra será recordado en los libros de historia. Una obra, no una pelea. No una bravata, una obra. Unita nada más. A la bim, a la bam, a la bim, bum, bam: Vizcarra, Vizcarra, ra, ra, ra.
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