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La pena

“Por más que me encanta mi trabajo, no recuerdo cuándo fue la última vez que sentí ilusión por el futuro del país, entre mis amigos, entre mis colegas, en la voz de mi esposa”.

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No he vivido tanto, pero ya no es tan poquito lo que he visto. Y en estas últimas semanas, quizás meses, he sentido algo que –quizás por mi edad– no había sentido tan enraizado en el ánimo de la gente: pena. Alguna clase de bandada de pajarracos tristes parece haber anidado en quien camina por las calles, en quien se sienta al lado de uno en el banco, en quien espera en una fila por un ticket. Quizás haber visto hacerse añicos todo lo que se supone que tendría que funcionar ha calado más profundo en los peruanos de lo que quisiéramos ver.
Porque la gente es chamba: esquiva los zarpazos que la vida le va encajando con el paso del tiempo y sigue adelante. Para estudiar, para hacer un hogar, por sus hijos, por sus padres –qué sé yo–. La gente trata de hacer las cosas bien: el Perú no es esa banda de piara de hermanitos que se han cargado en peso la ética y, con ella, nuestra ilusión. El Perú es un país lleno de jóvenes con ganas de mundo y de éxito. Pero es también un país en donde la Sunat le cobra justo a esos que tratan de caminar derecho. ¿Y a cambio de qué, hermanitos?
Con quienes he hablado me han, todos, mencionado la posibilidad de irse afuera: a buscar un futuro lejos en alguna ciudad ordenada, segura, un poco más empática y menos llena de asaltos, bocinazos, cochinada y corrupción. Estamos tristes. Hemos perdido las ganas. Todo parece estar podrido y además parecemos andar atraídos bajo esta maldición centrípeta que nos hace sentir que tarde o temprano habrá que normalizar la mierda, porque no hay otra salida. Todo esto, además de trágico –porque el gol en la vida es ser feliz–, es injusto.
Nuestra economía avanza con una parsimonia que eriza los nervios. Pero avanza. Hay paz. Hay democracia. Las circunstancias están dadas para que el Perú vuelva a caminar a paso ligero hacia el primer mundo: hacia ser un país más libre, más justo, más rico, más culto y –más importante que todo eso– más feliz. Pero… ¿quién puede ser feliz cuando anda cargando un nudo en el estómago pensando en cómo pagar el fraccionamiento que le toca y, al prender la radio, escucha a algún cabrón discutiendo el precio de una sentencia?
No sé si es que he perdido un poco de perspectiva por andar tan cerca de lo que acontece cotidianamente –¿gajes del oficio?–, pero por más que me encanta mi trabajo, no recuerdo cuándo fue la última vez que sentí ilusión por el futuro del país, entre mis amigos, entre mis colegas, en la voz de mi esposa cuando nos acostamos pensando en lo que vendrá. Y los peruanos no nos merecemos eso. Esto se acabó: nos toca a los ciudadanos poner el hombro y pelear por nuestro derecho a soñar. Si perdemos eso, nada de lo que hagamos tendrá sentido.
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