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Pequeñas f(r)icciones: Crónica de una cámara apagada

Pedro Castillo tenía los dedos cruzados sobre el borde del escritorio. El cuello tenso, la mirada congelada con dirección a la puerta. “¿Habrá llegado el momento?”, se preguntó mientras la respiración empezaba a acelerarse. “¿La Fiscalía habrá encontrado la manera de sacarme de Palacio?”. Lo peor de todo era la incertidumbre. Esa mañana, desde muy temprano, los rumores de una detención habían arreciado, se habían multiplicado con tanta eficacia que ni siquiera Benji Espinoza, el abogado presidencial encargado de decir que siempre todo está bien, tuvo que admitir, en su verbo pretencioso, que “ciertas nubes oscuras podrían ensombrecer el día”. Y, entonces, en efecto, el día se oscureció.

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Pedro Castillo tenía los dedos cruzados sobre el borde del escritorio. El cuello tenso, la mirada congelada con dirección a la puerta. “¿Habrá llegado el momento?”, se preguntó mientras la respiración empezaba a acelerarse. “¿La Fiscalía habrá encontrado la manera de sacarme de Palacio?”. Lo peor de todo era la incertidumbre. Esa mañana, desde muy temprano, los rumores de una detención habían arreciado, se habían multiplicado con tanta eficacia que ni siquiera Benji Espinoza, el abogado presidencial encargado de decir que siempre todo está bien, tuvo que admitir, en su verbo pretencioso, que “ciertas nubes oscuras podrían ensombrecer el día”. Y, entonces, en efecto, el día se oscureció.
“Señor presidente”, resopló el asistente que acababa de entrar a la oficina, “la Fiscalía y la Policía están en la puerta. Los estamos reteniendo, pero no sé hasta cuándo podamos tenerlos ahí”. Castillo dio un suspiro largo, inmenso, quizá el más largo de su vida. Había llegado el momento de escapar. Su mirada se dirigió a la pequeña mochila que descansaba, apartada, en una esquina del lugar.
-Es la mochila de emergencia que dejó Indeci -dijo el asistente, tratando de adivinar la intención del presidente.
-¿Y acaso esto no es una emergencia? -preguntó Castillo.
El asistente asintió con la cabeza, mientras se abalanzó a recoger la mochila. Apenas lo hizo, la palpó y un gesto de sorpresa apareció en su rostro.
-No pesa nada. Qué raro, los de Indeci la dejaron llena -dijo mientras iba abriéndola y revisando el interior-. Le han sacado las cosas.
Castillo le clavó la mirada.
-Solo le dejaron la linterna.
-¿La linterna?
-Sí, y sin pilas.
El presidente se puso de pie y se pasó las manos por el rostro, como si estuviera echándose agua.
-Esto es increíble -dijo-. Qué clase de ladrones tenemos en Palacio.
Aunque se trataba de una pregunta al aire, el asistente sintió que debía responderla. Y así lo iba a hacer cuando el abogado Espinoza irrumpió en el despacho presidencial.
-Señor presidente -tomó la palabra Benji.
-Sí, ya sé que me habías dicho que algo así podía ocurrir, pero no preparé nada. Ni siquiera puedo usar esa mochila de porquería. ¿Puedes creer que dejaron la linterna, pero se llevaron las pilas? ¿Me puedes explicar eso?
Espinoza ignoró la pregunta y se apresuró en tranquilizar, al menos en algo, a Castillo.
-Señor presidente, no vienen por usted.
-¿Ah, no? Entonces, ¿por quién vienen?
Espinoza se tomó unos segundos antes de hablar.
-Vienen por Yenifer. La quieren detener.
Las facciones de Castillo se derrumbaron de golpe. Espinoza y el asistente se quedaron mirándolo.
-¿Yenifer? -reaccionó por fin y, luego, mirando a Espinoza-. Esto es un abuso.
La voz de Castillo no podía contener la rabia.
-Eso es verdad. Esto es un abuso sin nombre. La quieren detener solo por golpearme a mí. Solo por una venganza política.
-¿Ah, sí? -preguntó el asistente-. Yo pensé que era por la entrega de una obra millonaria a su amigo.
De ahí en más, los hechos ocurrieron de forma acelerada. La Fiscalía y la Policía Nacional tuvieron que esperar más de una hora para ingresar a Palacio de Gobierno y, cuando lo hicieron, no pudieron encontrar a la cuñada de Castillo. Al día siguiente, la prófuga se entregó a la justicia. Sin embargo, algunas preguntas quedaron regadas. ¿Por qué se impidió el rápido ingreso de las autoridades a Palacio de Gobierno? ¿Por qué no se entregan las imágenes de las cámaras de seguridad? Y, sobre todo, ¿por qué Castillo declaró la independencia de Arequipa y Huánuco?
En el despacho presidencial, el encargado de la Casa Militar apenas podía controlar sus nervios.
-Señor presidente, nos están pidiendo las imágenes de las cámaras de seguridad de Palacio.
Castillo dejó a un lado el documento que estaba revisando.
-¿Y para eso me interrumpe?
El encargado alzó las cejas.
-Es que usted no comprende. Si las entregamos, van a ver que la señorita Yenifer se escondió aquí en Palacio. Se va a ver que nosotros la escondimos. Y eso, señor presidente, es obstrucción a la justicia, un delito muy grave.
-¿No habíamos dicho que no podíamos entregar las imágenes porque todo era secreto de Estado?
-Eso dijimos, pero parece que nadie creyó nuestra posición. Por eso insisten en que entreguemos todo el material.
Castillo dio un gran suspiro.
-¿Y entonces, señor presidente? ¿Qué hago con las imágenes?
-Mire, si en 24 horas nadie las reclama, te puedes quedar con ellas.
El encargado de la Casa Militar sonrió a duras penas.
-Vamos, tranquilo -continuó Castillo-. No va a pasar nada.
-Pero qué vamos a decir sobre las imágenes.
Castillo se inclinó hacia atrás, acomodándose, empujando la parte baja de su espalda contra el respaldar.
-¿Y si decimos que no tenemos cámaras?
-Imposible, las cámaras se ven desde afuera.
-¿Y si decimos que tenemos cámaras, pero no tenemos imágenes?
-Eso no tiene sentido. Salvo que…
Castillo estiró el cuello, como asomándose.
-¿Salvo qué? -preguntó.
-Salvo que digamos que las cámaras justo se malograron ese día, en los minutos que estuvieron buscando a la señorita Yenifer.
-Mmm, ¿y qué probabilidades hay que eso ocurra en verdad?
-Las mismas probabilidades que usted tuvo de llegar a ser presidente.
Por un momento, Castillo no dijo ni hizo nada. Pareció estar asimilando el comentario. Luego, reaccionó.
-Claro, tiene razón. Es algo que puede ocurrir, aunque parezca increíble. De acuerdo. Eso vamos a decir.
-Muy bien, señor presidente. Voy a redactar un informe en el que cuente los detalles de los desperfectos de las cámaras.
El encargado de la Casa Militar se puso de pie y caminó hasta la puerta del despacho. De repente, se detuvo. Titubeó un momento entre abrir la puerta y salir, o dar media vuelta y decirle a Castillo lo que acaba de aparecer en su mente.
-¿Pasa algo? -preguntó Castillo al notar que el hombre se había quedado quieto, a centímetros de la puerta.
El hombre volteó, dio unos pasos a Castillo y, con ceremonia, le dijo.
-Señor presidente, perdone la pregunta, pero, ¿no cree que esta mentira es tan obvia que la gente va a pensar que usted es un mentiroso?
-No, no creo.
-¿Por qué no?
-Porque el que va a firmar el informe es usted.