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Pequeñas f(r)icciones: “El amor en los tiempos de Dina”

Imagen
(Foto: Joel Alonzo/ @photo.gec)
Fecha Actualización
Me desperté de golpe, con un ruido vago retumbándome en la cabeza. Cuando el sonido volvió a aparecer, comprendí que estaban golpeando la puerta del departamento. Me senté en la cama y, mientras los golpes ganaban en intensidad, iba tratando de salir de la modorra, de esa pátina de pereza que me envuelve cada mañana y que solo logro romper bajo la ducha. Todavía medio aturdido, llegué a la puerta. Me acerqué a la mirilla y estaba ella: Claudia, la linda vecina que hacía un mes acababa de mudarse al edificio.
-Un momento -le dije, con mi mejor voz de barítono, mientras mis pasos se atropellaban rumbo al baño. Me lavé la cara y me cepillé los dientes, a toda velocidad y casi al mismo tiempo. Era la segunda vez que la veía y lamenté no haber podido estar mucho más presentable. Sobre todo, porque tenía la firme intención de invitarla a salir.
Abrí la puerta y, gracias a Dios, ahí seguía ella.
-Hola -me dijo-. ¿Te desperté?
-No -le respondí-, justo estaba por alistarme para salir a correr.
-¿Tú corres?
-Sí, claro. Todas las mañanas en el parque.
-Pero yo corro todas las mañanas en el parque y nunca te he visto ahí.
-Todas las tardes; quise decir que corro todas las tardes.
-Ah, ya, en la tarde. Mmm, ¿pero no me dices que te estabas alistando para correr?
-Sí, es que yo me alisto primero mentalmente, y después en las tardes ya me voy a correr.
-Ah, ya.
-Pasa, por favor.
-No, gracias. Estoy de paso nomás. Mira, yo quería saber si tienes una botella de agua que me prestes.
-¿Agua? Sí, sí tengo.
Saqué la mochila de emergencia que tenía a un lado de la sala. La abrí delante de ella y empecé a buscar la botella.
-¿Esa es tu mochila de emergencia? Para los sismos, ¿no?
-Sí -le respondí mientras sacaba la botella-. Aunque igual habría salido corriendo con ella si el golpe de Castillo hubiera sido exitoso -dije sonriendo, pero ella apenas si hizo un gesto indescifrable. Quién sabe, de repente no le interesa la política. Mejor todavía.
-¿Tú crees que…?
-Dime, ¿quieres la mochila?
-¿Qué tiene?
-Gasas, vendas, alcohol y cosas así.
-¿En verdad me la prestarías? ¿No sería ya mucho?
-Tómala. Igual Castillo ya está preso -le dije otra vez sonriendo y ella, otra vez con el misterio dibujado en su rostro. Entonces le entregué la mochila y ella metió la botella.
-Me da curiosidad -le dije-. ¿La necesitas para algo en especial?
-Me voy para la marcha.
-¿Te vas a la “Toma de Lima”?
-Sí.
-¿Qué tal si empiezas tomando el edificio? -le dije de broma, y esta vez sí entendí la mueca de enfado que no pudo –o ya no quiso– ocultar.
-¿Tú sabes por qué la gente está protestando?, me preguntó, desde lo alto de un púlpito inexistente.
-Sí, lo que no sé es por qué tiene que destruir todo.
Claudia me miró, fastidiada, con desgano, como si se le hubiera borrado una hoja entera y tuviera que volverla a escribir.
-¿Qué quieres que te diga? Siempre hay infiltrados.
-Puede ser, pero eso no justifica tanta violencia.
-¿Cuál violencia? ¿La de la Policía? ¿Has visto cuántos han fallecido?
-Sí, son muchos. Una muerte ya es demasiado.
-Entonces, estás de acuerdo conmigo.
Así, medio molesta, se le veía tan linda que casi le digo que sí, que estaba de acuerdo con ella.
-No, no estoy de acuerdo -le dije por convicción y por tonto.
De golpe, las posibilidades de que me acepte una invitación a salir se reducían con gran rapidez, no a la velocidad de la luz, pero sí a la velocidad del sonido, del sonido de mis palabras.
-No entiendo cómo puedes apoyar a este gobierno.
-No es que apoye a este gobierno en particular. Pero, sí veo que hay violencia organizada en todo el país, a mí me da la impresión de que, más que diálogo, simplemente quieren traerse abajo todo.
Ella me miró por unos segundos. Pareció que estaba decidiendo, otra vez, si valía la pena tratar de explicarme las cosas.
-Este es un gobierno asesino.
-¿Asesino? No, no estoy de acuerdo. No creo que este gobierno haya mandado a matar a los manifestantes. Hay que investigar cada caso y, si ha habido delito, se tiene que castigar.
-No entiendo cómo puedes defender a la represión.
-Y yo no entiendo por qué una protesta supuestamente pacífica puede llegar a los extremos de violencia que ha llegado.
Ella y yo dimos un largo suspiro. Llegó ese momento en que comprendimos lo que ya debíamos haber sabido: que ella no me iba a convencer ni yo a ella. Entonces, rendidos, nos miramos en paz.
-Se me está haciendo tarde -me dijo.
-¿Quieres que te acompañe?
-¿Quieres ir a la marcha?
-No, lo que quiero es acompañarte.
Por fin, una sonrisa se asomó en su rostro. Había demorado, pero había valido la espera. Yo, desde luego, no me creo aquello del amor a primera vista, pero, ¿amor a primera discusión? Eso ya es otra cosa.
-¿Y si vas a la marcha, cuál va a ser tu demanda?
-Mira, lo que yo quiero es que todo esto termine de una vez. Tú también, ¿no?
-Sí, claro, pero algo tiene que cambiar.
-Eso mismo pienso yo.
Puedo jurar que otra sonrisa se había colado entre sus labios. Pero esta parecía agazapada, quizá nerviosa, avergonzada. ¿Era yo o ahí estaba pasando algo? ¿Y por qué no? Después de todo, el amor, o la construcción del amor, puede ser un puente entre personas que piensan distinto. Borges decía que estar de acuerdo es una miseria. ¿O eso lo dijo mi ex?
-¿Entonces te acompaño? -rompí el breve silencio que nos había envuelto.
-No, no, ¿cómo vas a ir?
-No es bueno que vayas sola.
-Sola no voy.
-¿Ah no?
-No, me voy a encontrar con mi novio.
-¿Ah, tienes novio?
-¿No te dije? En realidad, la mochila es para él. Tiene harta experiencia en primeros auxilios.
-Ah, qué bueno- dije con un tono despreocupado, como si no me interesara para nada que tuviera pareja. Lástima que toda esa actuación interna desafinaba, a gritos, con mi inocultable cara de burro amarrado en la puerta del baile.
Luego se despidió con un movimiento de mano y la perdí de vista tras las puertas del ascensor. Cerré la puerta del departamento y volví a la cama. Sabía que iba a haber protestas en la ciudad y que Claudia estaría entre la gente. Deseé que no le pasara nada a nadie, menos a ella. Cuando mis ojos empezaron a desconectarse, escuché el eco lejano de un estallido. Y, antes de que los nubarrones del sueño me invadieran del todo, pensé en Claudia y en un país en paz. Total, soñar no cuesta nada.
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