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Pequeñas f(r)icciones: El dilema de Dina
“La presidenta Dina Boluarte, que ocupa un asiento sin vecinos, tiene los ojos cerrados, pero es inútil: no puede dormir. Con un movimiento de mano, llama a su asistente personal, quien, por el contrario, lucha para mantenerse despierta”.
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El avión atraviesa el cielo oscuro sobre algún remoto lugar entre Asia y América. Y aunque se trata de un vuelo comercial, a bordo se encuentra la comitiva presidencial que regresa a tierras peruanas tras una larga jornada en China. A esas horas, la mayor parte de los pasajeros está dormida o sumida en ese estado de vigilia, casi somnolencia, donde las cosas se tornan transparentes y los sueños y la realidad parecen ser lo mismo. La presidenta Dina Boluarte, que ocupa un asiento sin vecinos, tiene los ojos cerrados, pero es inútil: no puede dormir. Con un movimiento de mano, llama a su asistente personal, quien, por el contrario, lucha para mantenerse despierta.
—Dile a Javier que venga.
La asistenta, conteniendo a duras penas un bostezo, le responde.
—Señora presidenta, él, igual que los demás ministros, está durmiendo.
—Si está durmiendo, despiértalo y dile que quiero hablar con él.
Un par de minutos después, el canciller Javier González-Olaechea ya está de pie, al lado del asiento de Boluarte. Sus ojos achinados y sus cabellos aplastados muestran que acaba de despertarse.
—Vamos, siéntate —le dice Boluarte y el canciller obedece.
—Dígame, señora presidenta. ¿Ocurre algo?
—No puedo dormir.
González-Olaechea sonríe. Alza las cejas y con voz baja, solidaria, se dirige a ella.
—¿Y eso por qué? ¿Algún problema? ¿Le puedo ayudar en algo?
—Aparte de mi insomnio habitual. Me he quedado despierta recordando un poco nuestra estadía en China.
—Un viaje excelente.
—Sí, sí, todo salió bien. Pero no sé, quizá pueda haber un problema.
—¿A qué se refiere?
Boluarte mira a su alrededor para corroborar que los pasajeros más cercanos están durmiendo. Aun así, regula el volumen de su voz.
—Acabo de darme cuenta de algo.
—¿Qué pasó? ¿No me diga que se le olvidó algo?
—Algo así…
—Mire, no estamos en el avión presidencial, así que va a ser difícil, pero déjeme hablar con el piloto a ver si puede dar la vuelta.
—¿Dar la vuelta para qué?
—Para regresar a China.
Boluarte lo mira y alza ambas cejas.
—No, Javier, yo no quiero regresar a China. Bueno, no en este momento.
—No le entiendo, entonces.
—Escúchame, cuando te digo que me he olvidado de algo no es un objeto es un hecho.
—Perdone, pero ahora la entiendo menos.
Las manos de Boluarte se entrelazan y respira hondo.
—Mira, Javier, ¿te acuerdas que fuimos a las instalaciones de Huawei?
—Sí, me acuerdo. Ahí usted firmó un acuerdo de cooperación.
—Exacto. Mira, te voy a enseñar algo.
La presidenta levanta el bolso grande que tenía a un lado de su regazo, y extrae una caja plateada.
—Cuando el presidente de Huawei me mostró su oficina, me regaló este celular.
—Qué buen gesto. ¿Y de qué marca es?
Boluarte hace un gesto de sorpresa.
—¿De qué marca crees que es?
—Mmm, ya, ya entendí.
Ante la mirada curiosa del canciller, Boluarte abre la caja y asoma un celular. Es de color negro fuerte, tecnicolor. Tiene brillantes incrustados en los bordes y unos filamentos de oro en el reverso.
—Bueno, es un celular muy elegante, muy fino.
—Ahora, ¿entiendes cuál es el problema?
—¿No le vino el cargador?
—Por favor, Javier, mi problema es que ahora no sé qué hacer. Después del caso de los Rolex, ya me genera un dolor de cabeza aceptar este tipo de regalos.
—¿El Rolex fue un regalo? Pero usted le dijo a la Fiscalía que fue un préstamo.
Boluarte tratando de no elevar demasiado la voz, le contesta.
—No tienes que recordarme lo que le dije a la Fiscalía.
—Perdone, señora presidenta.
—Ya, olvídalo. Más bien necesito tu consejo. Recuerdo que cuando surgió el tema de los Rolex, tú fuiste uno de los que revisaste la normativa sobre los regalos.
—Sí, lo recuerdo. Lo revisé también para evitar que me pase a mí.
—Entonces, dime, ¿qué debo hacer en este caso? Te puedes imaginar que no necesito un nuevo escándalo.
—Claro que no, ya tiene varios.
—¿Me vas a decir qué debo hacer?
El canciller, ya totalmente despabilado, carraspea. Luego, pasa su mano por la garganta.
—Le explico, señora presidenta. De acuerdo a la ley 28024,…
—Vamos, Javier, no estoy para que me cites leyes.
—Bueno, en pocas palabras: usted no puede recibir regalos.
—Eso no puede ser.
—La ley es bien clara en ese sentido.
—¿Ni siquiera en mi cumpleaños?
—No.
—¿Intercambio de regalos? ¿Amigo secreto?
—Tampoco.
—¿Y en Navidad?
—Señora presidenta, la ley dice que no.
El canciller se conmueve al ver el rostro abatido de la presidenta.
—Bueno, entonces, ¿qué me recomienda hacer con el celular?
—Mi consejo es que no se lo muestre a nadie. Luego lo lleva a su casa y lo guarda como un recuerdo.
—¿No lo puedo usar entonces?
—Yo le diría que mejor evítese de problemas y no lo use. Salvo que…
—¿Qué? Dime.
—Salvo que diga que Oscorima se lo prestó.
—Olvídate, ya me dijo que no vuelve a hacerme ningún favor.
—Entonces, no le queda otra cosa más que resignarse.
La presidenta asiente, en cámara lenta, como si su cabeza de pronto pesara una enormidad.
—Qué injusta es la vida, ¿no, Javier?
—Sí, supongo que sí, señora presidenta. Más bien, perdone. Yo sé que lo que le he dicho no le ha gustado nada, pero no es cosa mía. Es cosa de la ley.
—Igual sigo pensando que es injusto. ¿No se supone que soy la persona más poderosa del país?
—Lo es, señora presidenta.
—¿Y siendo así no puedo usar un celular? Esto no tiene ningún sentido.
Mientras la presidenta trata de entender por qué el destino se ha portado así con ella, el canciller, incómodo, mira a todos lados. Parece un náufrago esperando que un barco lo rescate.
—¿Alguna otra cosa en que le pueda ayudar?
—No, Javier. Eso sería todo.
El canciller hace una venia, se pone de pie y camina hacia su asiento. La presidenta siente que eso no puede quedar así. “Tiene que haber alguna manera en que pueda usar libremente este celular”, piensa. “Ya lo decidí. Yo me lo merezco. Así que lo voy a usar porque lo voy a usar”. Luego, voltea para dirigirse a su asistenta, para decirle que no se olvide, que apenas lleguen a Lima concierte una cita con un abogado, uno que, de preferencia, no esté encarcelado. Sin embargo, Boluarte la encuentra dormida. Hace una mueca de desagrado y murmura algo sobre la gente que no valora su trabajo. Luego, con la tranquilidad de haber tomado la mejor decisión, siente que es hora de descansar. Acomoda su almohadilla, deja caer la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Entonces, intenta dormir, pero le es imposible. De súbito, un repentino pensamiento la toma por asalto, la hiere y, finalmente, la hunde en la más terrible de las incertidumbres: “¿El celular estará liberado?”.
*El texto es ficticio; por tanto, nada corresponde a la realidad: ni los personajes, ni las situaciones, ni los diálogos, ni quizá el autor. Sin embargo, si usted encuentra en él algún parecido con hechos reales, ¡qué le vamos a hacer!
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