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Pequeñas f(r)icciones: El discreto encanto del etnocacerismo
Su rostro gastado, insondable, se enfrenta, en el primer instante de libertad, a una nube mezclada de periodistas, reservistas y curiosos de a pie. Cuando abre la boca, sus primeras palabras bien pudieron haber sido las últimas. Que apenas haya salido de prisión, luego de más de 17 años, Antauro Humala revindique los crímenes del ‘Andahuaylazo’ y sostenga, con voz alucinada, que está muy orgulloso del motivo mismo de su cautiverio, muestra las severas y funestas consecuencias de haber dejado que sus neuronas se maceren, desde el seno familiar, en ese pomposo y absurdo menjunje ideológico llamado etnocacerismo.
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Su rostro gastado, insondable, se enfrenta, en el primer instante de libertad, a una nube mezclada de periodistas, reservistas y curiosos de a pie. Cuando abre la boca, sus primeras palabras bien pudieron haber sido las últimas. Que apenas haya salido de prisión, luego de más de 17 años, Antauro Humala revindique los crímenes del ‘Andahuaylazo’ y sostenga, con voz alucinada, que está muy orgulloso del motivo mismo de su cautiverio, muestra las severas y funestas consecuencias de haber dejado que sus neuronas se maceren, desde el seno familiar, en ese pomposo y absurdo menjunje ideológico llamado etnocacerismo.
Esa misma noche, Antauro llega a la casa de su padre. La mujer que trabaja ahí le abre la puerta y lo hace pasar. Cuando ingresan a la sala, el hermano menor del expresidente Humala queda impactado al ver a don Isaac Humala, el combativo nonagenario. Y es que don Isaac, con sus ojos cerrados y su respiración profunda, parece haber entrado en algún trance milenario, penetrado en algún nivel más allá del entendimiento.
-¿Está meditando? -consulta Antauro.
-No -corrige la mujer-. Está seco.
Entonces ella se acerca y, con la yema de los dedos, le da leves empujones al hombro.
-Don Isaac, don Isaac -dice mientras el anciano va abriendo los ojos-. Ya llegó Antauro, su hijo.
Los ojos de don Isaac parecen humedecerse al ver a Antauro, pero, satisfecho, logra contener las lágrimas. Nunca ha sido un hombre sentimental y no iba a empezar ahora. Antauro nota, asombrado, que su padre se ha conmovido. Se acerca hasta él, se encorva y le da un abrazo.
-Padre -dice Antauro, tomando asiento en uno de los muebles-. Me dijo que quería conversar conmigo de algo urgente. Y conociéndolo me imagino que no ha llamado solo para felicitarme por mi libertad.
-¿Y por qué habría de felicitarte? ¿Por haber salido irregularmente antes de tiempo?
-¿Cómo dice?
-La verdad. Que saliste antes de tiempo.
Antauro se rasca la barbilla.
-Mire, eso tiene una perfecta explicación.
-¿Cuál?
-¿Ha oído hablar de la reducción por trabajo y estudio?
-Sí, claro. ¿Y a ti te redujeron la pena por trabajo y estudio?
-No, a mí me redujeron el trabajo y el estudio por pena.
Don Isaac pasa saliva. Mueve la cabeza, como si se estuviera ajustando el nudo de una corbata.
-Vamos a ser francos. Como siempre.
-Está bien.
-A ti te redujeron casi dos años por obra y gracia del gobierno.
Una sonrisa se dibuja en el rostro de Antauro, anchándolo.
-¿En verdad importa cómo salí?
-No me interesa el cómo, sino el porqué.
-Si el gobierno me quiere dar una mano, se la acepto, pero sin deberle nada a cambio.
-Eso quería escuchar.
Antauro vuelve a concentrar su mirada en su padre.
-¿Para eso me llamaste? No creo.
Don Isaac se pone la mano sobre el pecho. Es solo un gesto, pero, para cualquier observador distraído, podría estar a punto de cantar el himno nacional o estar acusando algún problema cardiaco.
-Mira, hijo…
De pronto, los sentidos de Antauro entran en alerta máxima. Muy pocas veces, casi contadas con los dedos, don Isaac llamaba “hijo” a sus hijos, mucho menos a él y a su hermano Ollanta.
-Hijo…-repite Antauro, casi en cámara lenta-. Parece que me quieres pedir algo realmente importante.
-Así es, hijo.
-Espero que no sea lo que estoy pensando.
-¿Y en qué estás pensando?
-En lo que espero que no sea.
-¿Y qué esperas que no sea?
-Lo que estoy pensando.
Don Isaac calla y baja la mirada. Antauro, en cambio, la lanza por las fotografías que pueblan la pared. Entonces, se detiene en aquella donde aparece él, varios años más joven, junto a su hermano Ollanta, liderando el levantamiento de Locumba.
-De él quiero hablarte -dice don Isaac.
Antauro pasa su vista de la fotografía de Locumba al rostro cuadrado y expectante de su padre.
-Padre, pídeme cualquier cosa menos eso.
-Pero ni siquiera sabes lo que te voy a pedir.
-Es verdad. No lo sé, pero no quiero tener nada que ver con ese traidor.
-¡Es tu hermano!
-Lo sé -responde-. Pero es un traidor.
-Hijo -insiste don Isaac-. Somos familia. Tenemos que estar juntos.
-Pero, padre, aunque yo acepte, él no va a querer. ¿Recuerdas las cosas que le dije cuando salieron las denuncias de Odebrecht?
-Claro que me acuerdo.
-Hasta llegué a pedirle que se mate.
-Eso fue terrible.
-Fue terrible que no me hiciera caso.
En ese momento, la señora ingresa con una bandeja y, sobre ella, un par de tazas de café. Padre e hijo aprovechan para respirar hondo y tranquilizarse. Mientras la mujer iba endulzando la tasa de don Isaac, la mente de Antauro empezaba a dar vueltas. ¿Y si su padre tenía razón? ¿Pero podrá perdonar a su hermano luego de haber traicionado al etnocacerismo? ¿Podrá volver a tener confianza en quien engañó a todo un país? ¿Podrá el pueblo alguna vez dejarle de llamarlo “cosito”?
-Padre -dice Antauro-, lo siento. No puedo reconciliare con Ollanta después de su traición. Te explico, en la cárcel he reflexionado mucho y he comprendido que el verdadero objetivo de mi vida es velar y difundir el etnocacerismo.
-¿Qué es eso?
Antauro sintió cómo si fuera un muñeco inflable al que de súbito le quitan el aire.
-¿Cómo me preguntas eso? El etnocacerismo, pues. La ideología que nos enseñaste desde niños. El camino que he seguido hasta hoy, la razón por la que hice todo lo que hice.
Don Isaac mueve los ojos de un lugar a otro, pensando. Parece que está intentando abrir una habitación ya olvidada en su mente. Cierra los ojos uno segundos y, en seguida, los vuelve a abrir.
-Hijo -dice, de golpe-. ¿Podemos hablar de cosas más importantes?
En la noche, en su casa, mientras Antauro trata de conciliar el sueño, una seguidilla de imágenes se le aparecen, como fotogramas de una película: la frazada de motivos incaicos de la infancia, las clases de historia de su padre, la importancia del incanato, la Batalla de Ayacucho, la fuerza cobriza, el indigenismo castrense, el nacionalismo puro y duro, y la raza de Cáceres. Y, entonces, se pregunta, aterrado, en voz baja, casi susurrando, como para que ni él mismo se escuche: ¿qué carajo es el etnocacerismo?
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