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Pequeñas f(r)icciones: La decisión de Toledo

Envuelto en una bata de seda color concha y toro, y moviendo mecánicamente un vaso con whisky, Alejandro Toledo, otrora símbolo de la lucha contra la corrupción, miraba a través de la ventana el parpadeo infinito de las estrellas desde su arresto domiciliario en Menlo Park, California. Ubicada en el centro-oeste del estado californiano, esta ciudad es conocida por haber sido la residencia del genial inventor Thomas Alva Edison, quien logró el registro de más de un millar de patentes, por lo que se le conoció como “el mago”. A Toledo -en odiosa comparación-, le bastó solo un registro -en el hostal Melody- para hacerse desaparecer toda una noche, y sin varita mágica.

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Envuelto en una bata de seda color concha y toro, y moviendo mecánicamente un vaso con whisky, Alejandro Toledo, otrora símbolo de la lucha contra la corrupción, miraba a través de la ventana el parpadeo infinito de las estrellas desde su arresto domiciliario en Menlo Park, California. Ubicada en el centro-oeste del estado californiano, esta ciudad es conocida por haber sido la residencia del genial inventor Thomas Alva Edison, quien logró el registro de más de un millar de patentes, por lo que se le conoció como “el mago”. A Toledo -en odiosa comparación-, le bastó solo un registro -en el hostal Melody- para hacerse desaparecer toda una noche, y sin varita mágica.
-Alejandro -dijo Eliane Karp entrando al estudio-. Ya llegó el abogado.
Toledo, sin embargo, seguía tal cual, inmóvil, sin despegar la mirada del exterior y sin responderle. Era ya el segundo vaso que se había servido, pero, valgan verdades, no tenía ningún motivo para celebrar.
-Alejandro -volvió a decir Eliane, esta vez con más fuerza-. Te estoy hablando. ¿Qué tanto miras por la ventana?
Toledo giró la cabeza y miró a su esposa.
-¿Sabes qué estoy mirando? -dijo Toledo, por fin-. La noche, Ilián. Se ve todo tan tranquilo, como si todo estuviera bien. Pero ya sé que no tengo escapatoria. ¡Qué injusta es la vida, carajo!
-Por favor, Alejandro. Quítate eso de la cabeza. Tú no vas a volver al Perú y menos enmarrocado. No le vamos a dar ese gusto a esos peruanos malagradecidos, pituquitos de Miraflores.
-Hasta ahora no entiendo qué hice de mal.
-Para empezar, confiaste demasiado en tu amigo Maiman. Y mira cómo nos pagó.
-Al contrario, mira cómo no nos pagó.
-A eso me refiero.
-Se quedó con varios millones de Odebrecht. ¿Acaso ya no se puede confiar en nadie, carajo?
Eliane sonrió y se acercó a Toledo. Puso su mano sobre el hombro de su cholo sano y sagrado. Dio un suspiro y los ojos se le abrieron, como dos soles, para verlo mejor.
-Tú sabes que puedes confiar en mí -dijo con la voz más aterciopelada posible.
Toledo le devolvió una sonrisa amplia y una mirada plena, sincera.
-Dime, Ilián, llegado el momento, ¿tú te irías conmigo a Perú?
-Claro, Alejandro. A Perú, Nebraska.
El abogado había llamado temprano a contarles que la situación legal se acababa de complicar todavía más. Y es que, lamentablemente para Toledo, ahí, en Estados Unidos, en ese país tan frío, tan poco fraterno, no funciona nuestra local y bien aceitada metodología del hermanito, del compadrito, del cuelloblanquito. Así que, en el fondo, Toledo no debió sorprenderse de que un juez norteamericano haya determinado que existen indicios suficientes para que él, expresidente y prófugo de la justicia peruana, vuelva a su terruño, al embrujo incomparable de su sol.
Sentados en el mueble de la sala, Toledo y su esposa le habían pedido al abogado que sea lo más claro posible. Ni ella ni él estaban con humor para soportar una sesión de retórica abogadil.
-La cosa está bien jodida -dijo el abogado-. Según mi experiencia, su extradición es solo cuestión de tiempo. Pero lo que sí podemos hacer es retrasarla lo más posible. Para eso vamos a empezar presentando un habeas corpus.
El inicio mediático de la debacle ocurrió en 2013, cuando empezó a rebotar, incansablemente, la noticia que daba cuenta de la millonaria compra inmobiliaria hecha por la octogenaria suegra de Toledo. Este se apresuró en dar diferentes explicaciones, algunas de considerable vuelo creativo, pero, al final, todas sin excepción, terminarían -¡qué injusticia!- estrellándose con esa cosa tan aburrida que es la realidad.
- Nunca debí aceptar el dinero de Odebrecht -dijo Toledo, mirando primero al abogado y luego al suelo, poniendo la palma de su mano sobre la frente, como tomándose la temperatura-. Pero 35 millones era mucho para dejarlo pasar.
Eliane enderezó su columna y se puso de pie. Dio un pequeño paseo y volvió a ponerse frente a Toledo.
-¿35 millones? -preguntó deteniéndose en cada palabra.
Toledo la miró y un leve temblor se apoderó de sus labios.
-Claro, pero Maiman solo me dio 20.
-¿20? ¡Cómo que 20! Tú me dijiste que solo te había dado 10.
El abogado se encogió de hombros y carraspeó.
-Habla pues -dijo Eliane ante el silencio de Toledo-. ¿Dónde está el resto de la plata? ¿Dónde?
Eliane dio un paso más hacia Toledo y el abogado se puso de pie.
-Será mejor que me vaya y los deje solos.
-No, eso no -dijo Toledo.
-Es lo mejor- dijo el abogado.
-Yo me voy con usted.
-Usted no puede salir, señor Toledo -dijo mirando hacia los pies del expresidente.
Toledo miró rápidamente su tobillo y dio un suspiro. Ahí estaba, puesto y funcionando, el grillete electrónico que le permitió salir de la cárcel.
-Quédese nomás, señor abogado -dijo Eliane-. Ya hablaré con mi esposo más tarde. Ahora, los dejo solos. Me ha venido un repentino dolor de cabeza.
El abogado inclinó la cabeza levemente y Eliane abandonó la sala, rumbo al área de las habitaciones.
-Ahora sí, doctor- dijo Toledo-. ¿Qué decía de mi caso? Estaba hablando de un habeas corpus.
-Antes de eso -dijo el abogado-. Que quede constancia que usted también me dijo que había recibido 10 millones, no 20.
-Por favor, doctor. ¿Usted también?
-Mire, el que usted haya recibido mucho más de lo que me había dicho provocará, de todas maneras, un cambio en una parte fundamental de su caso.
- ¿En serio? ¿En qué parte?
-En mis honorarios.
Luego de acompañar al abogado hasta despedirlo en la puerta principal, Toledo regresó a su estudio. Volvió a servirse una copa de whisky, cogió dos hielos con sus dedos y los soltó en el interior. Caminó de nuevo hasta la ventana y volvió a entregarse a la contemplación de la noche estrellada. El mismo había pensado que descendía en línea directa del imperio de los hijos del sol, pero terminó siendo, en cambio, un impresentable súbdito del dólar. “Pero mira el lado bueno”, se dijo, “el dólar sigue subiendo”.
“¡Alejandro, ven!” fue el repentino grito que, originado en el cuarto matrimonial, cruzó la cocina, la sala e irrumpió sin problemas en el estudio, hasta morir en los oídos de Toledo.
De pronto, Toledo tuvo una epifanía. Comprendió que todo, su vida entera, quedaba reducida a una disyuntiva: enfrentarse al exhaustivo, farragoso e interminable interrogatorio conyugal; o emprender de una vez el inevitable viaje al Perú, donde le esperaba, acaso, una larga y quizá definitiva estadía carcelaria. Toledo apuró el vaso de whisky para pensar. En seguida, sonrió y movió la cabeza al comprender la obviedad de su decisión. Solo le preocupaba un detalle: ¿hará frío en Lima?
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