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Pequeñas f(r)icciones: Un consejo, hasta de un Salaverry
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En el despacho presidencial de Palacio de Gobierno se libraba un duelo de miradas. Hacía exactamente cinco largos e interminables minutos, los ojos de Daniel Salaverry se enfrentaban a los del presidente Pedro Castillo. Si bien parecería tratarse de una confrontación, una clara competencia, en realidad todo se había iniciado con una inocente pausa en medio de la conversación. Luego, el silencio se impuso, se extendió, se enseñoreó.
-Si eso es todo Danielito, me disculpas, pero ya te imaginas que tengo varias cosas que atender.
-Sí, claro -dijo Salaverry, sorprendido por la repentina despedida.
-A menos que… -dijo Castillo, instalando una calculada pausa, esperando, atento, a su interlocutor.
El ex presidente del Congreso alzó la cabeza.
-¿A menos que qué? -preguntó.
-No sé -respondió Castillo, quitándole la mirada y haciéndola revolotear, como buscando sus siguientes palabras-. A menos que quieras decirme algo más.
Salaverry se mordió el labio y se limitó a alzar los hombros.
-En ese caso, me despido -dijo Castillo y se puso de pie.
El presidente y Salaverry se estrecharon las manos. Luego este, con la mirada derrotada, dio media vuelta y caminó los pocos pasos que lo separaban de la puerta. Cuando llegó hasta ella, cogió la manija y se quedó inmóvil por un instante. Entonces dio un giro inesperado, una repentina vuelta que puso, otra vez, a Castillo en su línea de visión. Desde ese lugar, Salaverry estaba convocando a las palabras que quería usar, armándolas, ordenándolas, mientras el presidente, al otro lado de su mirada, lo contemplaba, entre extrañado y divertido.
-¿Me vas a decir algo, Daniel?
-Quiero un cargo, señor presidente.
-Entiendo.
Sin que el presidente se lo pida, Salaverry volvió a tomar asiento.
-Le aseguro que no se va a arrepentir.
-Es cuestión de evaluarlo. No quisiera precipitarme con los nombramientos.
-¿No quiere precipitarse?
-No, hay que ser muy cuidadosos.
-Señor presidente, usted sabe, yo sé, creo que todos saben que si vengo es para obtener algún cargo.
-¿Así? ¿No venías para fortalecer la gobernabilidad?
-¡A la mierda la gobernabilidad!
Castillo achinó los ojos y se movió instintivamente hacia atrás.
-Perdone, señor presidente -dijo Salaverry-. Le pido mil disculpas es que ando un poco tenso. Mire que ya va más de medio año y todavía sigo sin un cargo.
-Bueno, pero no me vas a decir que no lo intenté. Yo pedí que te nombraran director de Perupetro.
-Sí, lo sé. Pero la prensa me revolcó porque no sabía nada de petróleo.
-Pero eso ya no es culpa mía.
-Lo sé, no lo estoy culpando, pero le pido que me ayude.
-Dime, ¿tienes algo en mente?
-Sí, que me nombre ministro.
-¿Ministro de qué?
-De cualquier cosa. Yo aprendo rápido.
-Mira, Daniel, no creas que no consideré antes ponerte de ministro, pero no reúnes las condiciones.
El ex presidente del Congreso se pasó la mano por la frente.
-¿Cómo así? -preguntó.
-Me informan que tienes denuncias por no pagar impuestos, por no pagarle a tus trabajadores y ahora último en el Congreso, por mentir con tus gastos de representación.
-Todo tiene su explicación.
-¿Ya ves? No estás a la altura. Tú has visto que ahí he tenido acusados de corrupción, sospechosos de asesinatos, golpeadores de mujeres, hasta uno que fue terrorista en los 80.
-No le entiendo.
-Lo que quiero decir es que no calificas. Tus faltas son puras minucias.
-Pero señor presidente, le aseguro que yo he hecho cosas peores.
-Lo siento, Daniel, papelito manda.
El ex presidente del Congreso dejó caer su cabeza, de golpe, como si una mano invisible lo hubiera cogido de los cabellos y la hubiera jalado hacia abajo, con fuerza. Castillo lo miró con sincera congoja.
-La verdad es que ya es hora de integrarte al gobierno.
Salaverry alzó su cabeza y miró a Castillo a través de sus ojos vidriosos.
-¿En serio?
-¿Qué te parece el cargo de consejero presidencial?
Salaverry enmudeció. Sus manos se movían, tratando de explicarse, pero no emitía sonido alguno, como si las palabras se le hubieran agolpado en la garganta. Solo atinó a mover la cabeza en señal de afirmación.
-Entonces es un hecho. Serás mi consejero presidencial.
-¿En qué campo? -preguntó, por fin.
-No, aquí en la ciudad.
-Ya sé, me refería a que seré su consejero en qué temas.
-Eso lo veremos. Lo primero es incorporarte en el grupo.
-¿Qué grupo?
-Mira, hemos creado una Comisión.
-Excelente, ¿y esa comisión de cuánto es?
-No, no, Daniel. Te hablo de una Comisión Consultiva.
-Ah, entiendo. ¿Y cuándo empiezo?
-Vamos, Daniel, tampoco hay que apresurarnos. Vamos a sacar tu resolución en El Peruano y de ahí ya coordinamos.
-Gracias, le aseguro que no lo voy a decepcionar.
-Sé que no lo harás.
-Vaya, señor presidente. No pensé que me valorara tanto.
-No, es que no espero nada de ti.
Horas más tarde, en casa, Salaverry abrió los ojos, se sentó en la cama y estiró su brazo hasta coger el celular y ver la hora: “3:00 am”. En el mismo dispositivo ingresó a la página web de El Peruano. Luego entró a las Normas legales. Nada. Todavía no actualizaban la información. Cuando volvió a abrir los ojos, el celular indicaba las 4:30 am. Nada. La web seguía con la información del día anterior. Aunque en medio de la algarabía no preguntó a cuánto ascendía su sueldo, sabía que no sería poco, quién sabe, incluso sería más generoso que el que iba a ganar en Perupetro. Haciendo cuentas, con una sonrisa en los labios, volvió a quedarse dormido.
Al volver a despertarse, la luz de la mañana ya se filtraba por las ventanas. Ansioso, casi tropezándose consigo mismo, fue directamente a la laptop que tenía en su dormitorio. Sí, por fin, la web actualizada mostraba la resolución. Tras darle click y descargarla pudo leer, con una mezcla de tranquilidad y satisfacción, su designación como “Consejero Presidencial de la Comisión Consultiva del Despacho Presidencial en materia de gestión gubernamental”.
Alguien dijo alguna vez que la felicidad era efímera y Salaverry no tardó en comprobarlo. La repentina palidez de su rostro acompañó al furibundo puñetazo que dejó caer sobre la mesa. No podía ser. Debía estar viendo mal, pero no. Luego del nombre de su cargo, apenas separado por una coma fría e indiferente, le esperaba, resumido en dos palabras, su terrible destino remunerativo: “Cargo honorario”.
Dicen, las malas lenguas y los buenos oídos, que el grito se escuchó hasta Palacio de Gobierno.
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