Te escucho, Gracia, y no te reconozco. Te escucho y me reconozco, más bien. Me escucho a mí mismo en mis días más hórridos y solos, engreído en mi burbuja de miseria: cuando has tocado fondo, llega un momento en que ya no quieres salir a la superficie sino hundirte más y más, hundirte hasta el fondo la navaja de la pena, regodearte en la maldita tragedia que te ha tocado en suerte, encapsularte en ella, llegar hasta el corazón de las tinieblas para quedarte allí a vivir y sentirte, por fin, el ser más desdichado de la tierra. Pero el arribo de la desgracia –sería bueno que lo tengas claro– no te convierte en un ser especial. Les pasa a todos. Tarde o temprano, la desgracia nos visita a todos y a todos nos masacra por igual. Los que te llamamos aunque no nos contestes, los que vamos a buscarte aunque nos mandes decir –con una secre– que no nos atenderás, en suma: tus amigos que te queremos (y no dejamos de pensar en ti) también sabemos muy bien qué cara tienen la enfermedad, la pobreza, la soledad y la muerte; nosotros –todos, sin excepción– también hemos visto agonizar padres, madres, hermanos, amores, también hemos mordido las paredes de la desesperación, también hemos llorado cuando nadie nos escuchaba, ni siquiera tú. ¿En verdad piensas que el destino se ensaña contigo, Gracia?, ¿te parece que el universo te agrede? Piensa de nuevo: el enfermo es tu esposo, no tú, tú estás sana. El que necesita toda la atención es él, no tú. Piensa de nuevo: la empresa donde él trabajó podría no estar pagándole por todos estos meses la clínica más cara de Lima. Podrías no tener el trabajo envidiable que tienes donde tus jefes creen ayudarte permitiéndote no trabajar, mirar el techo, ir de visita, hacer terapia de oficina en oficina, llegar tarde o nunca llegar. ¿Has pensado que podrías estar horneando tortas o vendiendo tus cosas para costear el tratamiento?, ¿que podrías tener que amanecerte haciendo cola en la puerta de un hospital para conseguir una cita o un medicamento genérico? Hazte un favor y ponle pausa a la autocompasión. Y a la soberbia de atreverte a creer que nadie en el mundo es más infeliz que tú. Detente y agradece todo lo bueno. Tienes dos hijas hermosas y brillantes que están esperando que les digas toda la triste verdad. No porque no la sepan –que, por supuesto, la saben–, sino porque necesitan que seas tú quien se la digas. Perdóname la crudeza, pero ha llegado la hora de que salgas de tu escondite, sal de ese estado de negación en el que, en vano, te refugias, deja ya de pasarte películas y asume tu realidad sin orgullo ninguno. Nadie está preparado para esto. No hay una facultad que te enseñe cómo se hace para salir con vida de tamaña hecatombe. Y, sin embargo, todos aprendemos sobre la marcha, todos la sobrevivimos porque, si no nos ha tocado, mañana nos va a tocar. Abraza tu dolor con humildad. Abrázalo, que es tuyo y de nadie más.