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Es muy difícil convencer a alguien –cualquier persona– de someterse voluntariamente a una prueba de polígrafo. Más difícil aún si la persona es conocida, y muchísimo más difícil si, además, lleva sobre sus hombros el cruel madero de una biografía tempestuosa.

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Fecha Actualización
Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Es por ello que, cuando supe que el congresista Yehude Simon nos había dicho que aceptaba el reto, me alegré mucho. Me aburren los buenos inmaculados y, también, los malos demasiado malos. Me fascinan, en cambio, los seres complicados: hechos de capas infinitas, hechos de dudas, de contradicciones, de inconformismos, de microclimas, de corrientes submarinas, de matices. Y Yehude, con todas sus cumbres y sus abismos, es, exactamente, el tipo de persona que yo admiro. Respetado y aborrecido, se le ha elogiado con la misma pasión con que se le ha ofendido. Y también perdonado y querido. Ha estado preso y ha sido Primer Ministro. Es un hombre que ha pagado un altísimo precio por enarbolar banderas aciagas pero que, obviamente, ha logrado que su espíritu resista y se galvanice tras la caída. Esto es algo que quizá solo podamos entender los que alguna vez hemos tenido la suerte de tocar fondo rocoso con los dientes. A Yehude lo engrandeció el infortunio. Quizás el suyo sea uno de esos raros casos en los que de la cárcel salió una mejor persona que la que entró.

Hace unas semanas, el señor Simon se sometió, con coraje, al detector de mentiras. Pongo énfasis en el coraje porque, allí donde la gran mayoría de políticos huyen ridículamente saltando por la ventanita del baño para salvarse, él aceptó sin chistar, sabiendo muy bien en qué aterrador callejón oscuro se metía y todos los riesgos que corría. Llegada la hora de la verdad, nuestro equipo de investigación le tuvo preparado un cuestionario inmisericorde. Cien preguntas huaqueadas de un pesado pasado de recortes amarillentos que él, como cualquiera en su sano juicio, preferiría dejar sepultado para siempre. Me dicen que los resultados del test fueron asombrosos. Eso me dicen, pero no lo sé. Yo prefiero no enterarme nunca del veredicto del temido instrumento antes de grabar –y no porque las reglas del formato me lo impidan– sino porque me spoilea el programa, me arruina la intriga, nadie quiere saber de antemano en qué termina la película, y yo, que no soy actor, necesito poder vivir genuinamente la emoción. Pues bien, ¿por qué les estoy contando todo esto? Porque, tras su cita con el poligrafista, llegado el día de la grabación del programa, ocurrió algo que nunca antes había ocurrido: Yehude nos dejó a todos tirando cintura. Vestidos y alborotados. Lo esperamos horas y horas, con el público aplaudiendo, los reflectores encendidos y la locutora ensayando su ya célebre sentencia: "La respuesta es verdad". Pero jamás llegó. En algún momento el señor Simon mandó decir que se había sentido indispuesto. Horas más tarde, que había tenido que hacer un viaje intempestivo a su querido Chiclayo. Me temo que ninguna de estas improbables disculpas habría resistido el polígrafo. Nunca volvimos a saber nada de él. A Yehude Simon se lo tragó la tierra.

Entiendo el humano temor de Yehude pues lo comparto. La casa embrujada de mi pasado también tiene sótanos irrespirables, habitaciones en tinieblas, alfombradas de vidrios rotos e infestadas de alimañas. Pensándolo bien, regresar a ella también me inspira un sordo terror. Pero, pensándolo de nuevo… ¡qué mediocre será vivir teniéndole miedo a tu propia historia! Toda esa gente que se siente dueña de una vida absolutamente recta, prístina y acrisolada puede jactarse también de una existencia ploma. Todos tenemos, en nuestro libro, episodios de los que no nos sentimos orgullosos. Todos. Creo saber qué fue lo que hizo a Simon retroceder o, para decirlo más criollamente, creo saber por qué arrugó: por miedo a mentir sin saber que estaba mintiendo. ¿Es eso posible? Por supuesto. Me explico: Si me preguntaran si sigo enamorado de la persona de la que estaba enamorado el año pasado, respondería que no porque, en mi cabeza, estoy convencido al cien por ciento de que ya no la amo, de que ya recontra fue. ¿Y si, en el fondo de mi corazón, resulta que la sigo amando y no lo sé? Mentiría… Si solamente puedo ser claro en una cosa, quiero ser claro en esto: No escribo esta columna para ponerle a Yehude, delante de todos, una pistola en la cabeza sino, más bien, para volver a jugar a la ruleta rusa y ponérmela yo: ¿Con qué derecho me siento, cada sábado, al volante de mi pala mecánica a remover escombros, a escarbar en las vidas ajenas desde sus cimientos y ponerlas al revés? Creo que mi turno ha llegado. Sí, señor. Arrójenme a los leones. Calato y de cabeza. Directo al centro del nido de ametralladoras. Al estanque de los tiburones. Adelante. Invirtamos los roles, que siempre será la mejor forma de justicia poética. Y quizá hasta resulte divertido (para ustedes). Conste que me estoy apuntando en la sien. Siéntenme en el sillón rojo. Lo digo en serio. Que me interrogue la mismísima Magaly, si es menester. Vamos con todo. Apúrense, eso sí. Antes de que también me desanime, antes de que me termine de asustar y me cague literalmente en los pantalones. Aprovechen. Aprovechen mi locura temporal y pregúntenmelo todo.

Si me preguntaran si amo a mi país, no me tardaría ni un segundo en contestar y respondería que sí, claro, definitivamente. ¿Y si, en el fondo de mi alma, resulta que no lo amo? ¿Y si me preguntaran si me avergüenzo de mi cuerpo? ¿O contra quién sigo incubando antiguos rencores? ¿O si hubiera preferido no ser gay? Les estoy haciendo la chamba, muchachos. Háganme las preguntas más horribles que se les ocurra. Pregúntenme si alguna vez fui abusado por un religioso, si alguna vez me coimearon por hacer un reportaje a favor o en contra de algo, si alguna vez le deseé la muerte a mi padre, si alguna vez robé comida por hambre, si me absolvieron de un delito que sí cometí, si algún político me entregó el arma con la que destruiría vistosamente a su adversario, si tuve sexo con extraños en lugares tan oscuros que no podías ver ni tu nariz. Esta es, pues, una cuestión de hombría. Un complejo asunto que se reduce a una simple palabra: huevos. Congresista Yehude Simon: creo en usted. Lo dejo todo en sus manos. Aquí lo espero. Si usted se atreve, yo me atrevo.