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La presión religiosa

Mi madre es muy religiosa. Yo soy religiosa cuando estoy con ella. Cuando estoy sola, tiendo a no ser religiosa, tiendo a ser atea. Cuando quiero tener un orgasmo, ciertamente no soy religiosa, soy atea.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Me siento una flagrante contradicción. No encuentro una mínima coherencia en mí. Cuando estoy con mi madre, intento complacerla. Rezamos juntas, vamos a misa. En esos momentos, soy creyente, realmente lo soy, me vuelvo tan religiosa como ella y no dudo de mi fe. Pero es una fe veleidosa, pasajera. Apenas ella se va de regreso a casa y una distancia de miles de kilómetros se interpone entre nosotras, dejo de rezar.

Yo solo rezo cuando me lo imponen. Mi madre me lo impone sin darse cuenta, no me obliga a rezar pero su sola presencia me vuelve religiosa, su mirada llena de bondad revive la fe en mí. No sé si es fe en la religión o fe en ella o puro instinto de amor, pero no puedo decirle: Mamá, soy atea. Me parece que sería una crueldad, no puedo hacerle daño de esa manera, sería indelicado. Prefiero guardarme esas cosas para mí misma.

Yo no quería confirmarme cuando estaba en el colegio. Ya había dejado de creer. Me confirmé para contentar a mi madre. Para ella era una cosa terrible que no me confirmase. La hacía sufrir. Pensé: qué me cuesta fingir un poco, es solo una ceremonia, ella se merece que haga ese pequeño esfuerzo de cortesía. Y fingí y me confirmé. Pensé que allí terminaba la cosa, pero recién comenzaba.

Desde entonces he sentido que la presión religiosa es tan fuerte que siempre acabo cediendo para contentar a mi madre. Por ella me casé religiosamente. Por ella bauticé a mis hijos. Por ella los matriculé en colegio religioso. Cuando ella viene a visitarme, vamos a misa todas las mañanas. Pero yo no creo en nada de eso. Lo hago porque la adoro y todo lo que soy se lo debo a ella y todo lo que tengo también se lo debo a ella.

Cuando digo que todo lo que tengo se lo debo a mi madre, no exagero. Mi marido era alcohólico y adicto a los bingos y nunca fue de provecho y falleció alicorado en accidente de tránsito. No me dejó nada. Me dejó a tres hijos en el colegio. Me dejó su cuerpo frío y machucado que había que enterrar religiosamente. ¿Quién pagó el sepelio de mi marido? Mi madre. ¿Quién nos mantiene desde entonces? Ella. ¿Quién pagó esta casa en la que vivo sola porque mis tres hijos ya se fueron a estudiar a universidades lejanas? Mi madre. ¿Quién paga sus universidades, sus camionetas, sus viajes de primavera? Mi madre.

Antes me daba vergüenza que mi madre pagase todo. Ya me acostumbré. Ya me parece normal. A mis hijos les digo: Chicos, las cuentas, directamente a su Nana. Ellos arreglan sus cosas de plata con mi madre. Yo ni me entero. No sé lo que cuestan esas universidades carísimas, no sé lo que estudian mis hijos, ellos me lo han dicho pero no he prestado atención. Lo siento, así son las cosas: yo no sirvo para hacer dinero. No sé ganar plata. No sé trabajar. Yo soy pintora. Lo único que sé hacer es pintar mis cuadros. Soy plenamente feliz cuando pinto. No vendo mis cuadros, no los expongo, no sé ganarme la vida con mi arte, pero por suerte mi madre apoya mi carrera artística y me ha dicho que no me preocupe por las cosas del dinero, que ella feliz paga todo y ni se da cuenta. Mi madre tiene mucho dinero. No sabe cuánto tiene ni cuánto le rinde ni cómo lo mueve magistralmente mi hermano Alfred. Mi madre tiene plata de toda la vida, de familia, y Alfred es brillante moviendo la plata y haciendo que rinda buenos dividendos. Gracias a mi madre y Alfred, me doy la gran vida.

Es lógico entonces que cuando mi madre me visita, como ha ocurrido estos últimos días, deje de ser atea y me vuelva religiosa, todo lo religiosa que haga falta para complacerla. Si ella me apoya en mi carrera artística, lo lógico es que yo la apoye en su carrera religiosa. Sería muy desagradecido de mi parte que yo le dijera: Mamá, soy atea. No corresponde. Mi manera de decirle gracias es rezando con ella, levantándome al alba para acompañarla a misa, cerrando los ojos y elevando una oración sentida como hacíamos cuando era chica y ella me preparaba para mi primera comunión.

No es que sea falsa o hipócrita, es que soy más de una mujer. Cuando estoy sola y pinto, soy atea. Cuando me toco por las noches pensando en una amiga a la que nunca me atreví a declararle mi amor, soy atea. Pero cuando mi madre está de visita, ¿cómo rayos podría ser atea? No me nace. Soy una mujer educada, de principios. No sé si tengo principios pero con seguridad tengo nervios, soy muy nerviosa. Y me pongo muy nerviosa cuando contradigo a mi madre en las cosas religiosas. Ella se fastidia mucho si ve que tengo la fe tan descuidada. La hago sufrir, realmente la veo sufrir. Y su sufrimiento es el mío. Y su placer, su mirada extasiada cuando rezamos, es el mío también.

Si Dios existe y sabe que yo existo y pierde su tiempo dedicándome un momento para contemplar el caos que es mi vida, debe de tener la peor opinión de mí, pensará que soy una aprovechada, una oportunista, una farsante cualquiera, pensará esta pendenciera solo reza cuando le conviene para sacarle plata a su señora madre. Y es así, sí, reconozco que es así, rezo por conveniencia, por comodidad, para no pelearme con mi madre y llevar la fiesta en paz. Y para que mis hijos se gradúen de la universidad y sean profesionales de bien. ¿Se drogarán mis hijos? ¿Sabrán que el sexo oral es tremendamente riesgoso? ¿Seguirán pidiéndole plata en efectivo a mi madre como regalo de cumpleaños? ¿Pensarán que mis cuadros no tienen valor y son un mamarracho? ¿Estarán avergonzados de tener una madre buena para nada como yo? No lo sé. Solo sé que soy una mantenida. Solo sé que ayer y anteayer fui a misa con mi madre y no fui para nada infeliz, me sentí tremendamente liberada y auténtica poniéndome de rodillas y rezando con fervor. ¿Y qué si ella tiene razón y hay alguien escuchándonos? ¿Pierdo algo rezando? Nada. La hago feliz a ella. Soy feliz porque me olvido de la desgracia que es mi vida. Y por las dudas me aseguro, no vaya a ser que cuando muera alguien vaya a juzgarme, no quiero que me echen en cara que mis hijos no fueron bautizados o que no me casé por religioso o que cuando mi madre me dice para ir a comulgar me hago la estrecha. No. Esa no soy yo. Yo puedo ser atea en secreto y ante mí misma pero no puedo ser atea ante mi madre y ante Dios. Ante Dios, soy creyente y no finjo. Cuando me olvido de Dios porque mi madre está lejos, me vuelvo un poquito atea o digamos vaga en cuestiones religiosas, que Dios me perdone por ser tan ociosa, para todo soy ociosa menos para pintar y tomarme un trago. No soy alcohólica, no, no exageremos. Simplemente soy más feliz cuando tomo un par de tragos. ¿Por qué negarme esa felicidad? ¿Por qué? ¿Solo porque mi marido murió alicorado? No: he superado ese trauma. Mi marido no sabía tomar, no tenía cultura alcohólica, era un borracho. Yo no me emborracho, yo calmo los nervios, es otra cosa.

Mañana viene mi madre a almorzar. Tengo que asegurarme de que estén colgados todos los cuadros religiosos. No debo olvidarme de ponerme mi anillo de casada que solo uso cuando ella viene. Sería mejor bendecir la mesa antes de comenzar a comer las cosas que he encargado al restaurante del barrio. Después de almorzar nos echaremos en mi cama y comenzaremos a rezar el rosario tomadas de la mano y será cosa de minutos para que ella se quede privada y yo caiga profundamente dormida. Cuando sea el momento de morir, me gustaría morir así, aferrándome a la mano de mi madre, rezando con ella, cayendo en un sueño tenaz junto a ella. Finalmente, cuando rezo con mi madre no siento el peso de mi cuerpo y es como si volara.

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