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Razones por las que el Congreso no debería aprobar el acuerdo de Escazú
Desde que el Perú ratificó los Convenios de la OIT sobre consulta previa (1991 y 1993), nuestra legislación e instituciones ambientales se han multiplicado conforme al interés nacional y cubren todo el rango de preocupaciones del Acuerdo de Escazú.
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Por Eduardo Ponce Vivanco, embajador.
Cuando considere la aprobación del Acuerdo de Escazú, y antes de analizar su texto, el Congreso debe sopesar dos importantes elementos de juicio: (1) el gobierno de Chile lo rechazó para mantener la competitividad de sus recursos naturales, que compiten con los nuestros; y (2) la agitación política de mala fe ha liquidado proyectos mineros de importancia vital para el desarrollo del Perú.
La explotación de Tambogrande en Piura fracasó por el activismo ambientalista de Marco Arana. La de Santa Ana (Puno) fue enterrada por el Aymarazo del encarcelado exgobernador Aduviri –quien también propugnaba que el litio de Macusani fuera extraído “a pico y pala”, oponiéndose a la inversión de una empresa minera–. El gran proyecto Conga (Cajamarca) fue frustrado por el corrupto radical Gregorio Santos. Y Tía María (Tambo) fue víctima de la subterránea complicidad entre el abominable gobernador de Arequipa y el presidente Vizcarra cuando ambos apoyaron la turbamulta instigada por un agitador a punto de ser sentenciado (P. J. Gutiérrez).
Todo esto ocurrió antes de que la Cancillería delegara en la exministra del Ambiente Fabiola Muñoz la firma del Acuerdo de Escazú. Sería ingenuo no anticipar la malevolente utilización política de los mecanismos y acciones previstos en ese complejo tratado internacional que, de ser aprobado por el Congreso, se integraría al Derecho Nacional en desmedro del Capítulo II de la Constitución, que consagra la potestad soberana del Estado en la gestión de nuestro territorio, consustancialmente ligada al medio ambiente.
Desde que el Perú ratificó los Convenios de la OIT sobre consulta previa (1991 y 1993), nuestra legislación e instituciones ambientales se han multiplicado conforme al interés nacional y cubren todo el rango de preocupaciones del Acuerdo de Escazú.
Quien opine sobre este acuerdo regional no solo debería analizar su complejo articulado, sino el texto del tratado que le sirve de patrón: el Convenio de Aarhus (firmado por 51 Estados de Europa y Asia central, y ratificado por 46). Esta verificación permite comprobar que el tratado latinoamericano promovido por Alicia Bárcena, secretaria general de CEPAL (y bióloga de formación), es copia literal de Aarhus, salvo en lo referente a la temática y mecanismos de derechos humanos que no son siquiera mencionados en su normativa porque competen a la jurisdicción europea sobre medio ambiente.
La traspolación del texto de Aarhus al de Escazú es tendenciosa. A diferencia del primero, (1) prohíbe hacer las reservas que debería permitir un tratado de tanta envergadura (artículo 23); (2) es confuso al tratar el delicado tema de la solución de controversias vía la Corte Internacional de Justicia y el arbitraje: mientras Aarhus regula prolijamente el arbitraje en un anexo especial, Escazú evita regularlo a pesar del defectuoso texto de la norma pertinente (artículo 19); (3) omite mencionar el Pacto de Bogotá, que es el exhaustivo tratado interamericano sobre solución de controversias vigente para los Estados de la región; (4) la prolífica normatividad interamericana y mundial sobre DD.HH. hace innecesario que Escazú se refiera a esta materia que no corresponde a la temática del medio ambiente.
En consecuencia, tanto por sus defectos como por sus excesos, el Acuerdo de Escazú no debería ser aprobado por el Congreso de la República.
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