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Roger y Rafa
La semana pasada hablábamos de la competencia enfermiza versus la competencia sana. Por un lado, la primera lleva a las chicas en el colegio a tener problemas de autoestima, estrés y trastornos de alimentación, vínculos envenenados entre los hombres, machismo, falta de autenticidad y vulnerabilidad, y luego un sistema laboral con competencia despiadada, donde se serruchan los pisos, se explota a la gente y se pierde el balance. Por otro lado, está la competencia sana, aquella en que la amistad está por encima de la rivalidad (sin negarla), donde crecemos y mejoramos a través del esfuerzo, aprendemos del otro, y donde existe la justicia y el equilibrio.
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La semana pasada hablábamos de la competencia enfermiza versus la competencia sana. Por un lado, la primera lleva a las chicas en el colegio a tener problemas de autoestima, estrés y trastornos de alimentación, vínculos envenenados entre los hombres, machismo, falta de autenticidad y vulnerabilidad, y luego un sistema laboral con competencia despiadada, donde se serruchan los pisos, se explota a la gente y se pierde el balance. Por otro lado, está la competencia sana, aquella en que la amistad está por encima de la rivalidad (sin negarla), donde crecemos y mejoramos a través del esfuerzo, aprendemos del otro, y donde existe la justicia y el equilibrio.
Me gusta mucho el tenis. Lo encuentro muy psicológico. Es un deporte en que juegan las mujeres, los hombres, individuales, dobles, mixtos, etc. y para ser bueno en él no solo basta tener talento; requiere mucho esfuerzo, práctica y fortaleza mental.
Hace unos años estuve de espectador en un torneo de profesionales donde vinieron varios jugadores ATP del top 100 del mundo. Es decir, unos verdaderos monstruos. Tuve la oportunidad de conversar con uno argentino que, en ese momento, era el número 58 del mundo y quedé estupefacto cuando me contó cómo era su vida, su trabajo, como tenista profesional. Lo resumió así: “Me subo todos los domingos a un avión con mis raquetas para volar a la siguiente ciudad donde será el próximo torneo, el lunes arranco y en 9 de 10 torneos pierdo en primera ronda”. Es decir, este pata (¡que está entre los mejores 100 del mundo!) empieza un campeonato el lunes y el martes ya se quedó sin chamba; tiene que esperar hasta el fin de semana para agarrar sus petacas e intentar suerte en el siguiente torneo, en otra ciudad. La vida es como el tenis, muy linda, pero muy dura.
En medio de este sistema ultracompetitivo donde pocos se llevan mucho y muchos se llevan poco, aparecen de vez en cuando personas de otro nivel. En las últimas décadas, en un mundo con guerras, donde se ataca la naturaleza y el narcisismo en la cultura creció, pasó algo, realmente, extraordinario en el tenis. Llegaron dos jóvenes nacidos en el año 1981 y 1986, llamados Roger Federer y Rafael Nadal. Han sido los más grandes rivales de la historia, pero, a diferencia de todos sus antecesores en el siglo XX, estos lograron ser grandes amigos.
Federer y Nadal son humanos, tuvieron que trabajar duro para superarse. Uno era picón, rompía raquetas, se peleaba con los árbitros y el otro nació con mucho menos talento que el primero, un estilo horrible y, sin embargo, llegó a ser el máximo guerrero, ganador 14 veces de Roland Garros, con una fortaleza mental extraordinaria. Federer se convirtió en el tenis personificado, el jugador más completo y vistoso de la historia. Pero acá viene lo más importante: son los jugadores más queridos, los dos. Más allá de lo deportivo, buenas personas, que nunca olvidaron sus orígenes, cultivaron siempre el amor a sus familias, el respeto y admiración a sus rivales, y trabajaron siempre por su salud física y mental. Federer y Nadal son verdaderos ejemplos de la amistad en un mundo de rivalidad.
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