Sabemos lo que mata a los gatos. Y cuando alguien quiere saber más de lo que debe o a nosotros nos conviene, le recordamos que la curiosidad también es peligrosa para los humanos. De hecho, los preguntones pueden caer pesados y algunos pagan caro su lujuria por saber, hurgar, explorar y escarbar. ¿Ejemplos? Sobran, sobre todo en historias que explican el sufrimiento humano: Adán y Eva, Pandora, Fausto, Ajib el derviche, los marineros que se aproximan a Capri donde acechan las sirenas, perdieron o nos perdieron por no conformarse con la cuota de conocimiento que les había tocado en suerte.
Pero quienes estamos permanentemente con personas en desarrollo sabemos que el deseo alrededor de la pregunta y la respuesta, el problema y la solución, juega un papel muy importante en el logro de un desempeño interesante en la vida, desde lo económico hasta el bienestar emocional.
La motivación por explorar lo desconocido, lo incierto, lo complejo —incluyendo el propio mundo interno—, a pesar de riesgos e incluso prohibiciones, está en el origen de buena parte de los emprendimientos decisivos. Se trata de una característica que no está repartida de manera pareja en la población humana y que, como todo, depende de la constitución genética, la educación —formal e informal— y la suerte.
En los hogares en los que se conversa temas variados, hay debates entre quienes piensan distinto, no se confunde divergencia y animadversión, se presenta las situaciones con una mezcla de misterio y sentido del humor, son terreno fértil para la curiosidad. Al igual que aquellos entornos en los que se alienta hacer cosas interesantes independientemente de presiones o exigencias externas (digamos que no hay nota en la libreta por llevarlas a cabo). Y también lugares donde se dedica tiempo y esfuerzo a producir preguntas interesantes: por qué y qué pasa si, más que qué, dónde y cuándo.
Por ejemplo, en una investigación se planteaba 40 preguntas tipo trivia. Para cada una la persona daba mentalmente su respuesta, e independientemente de ella, le atribuía un puntaje sobre cuánta curiosidad le despertaba la pregunta. Luego se ofrecía la solución. A la semana siguiente se volvía a plantear la prueba. La memoria fue más sólida en aquellos ítems que generaron mayor interés, pero que habían sido mal respondidos. En otras palabras, la curiosidad y el fracaso son una excelente combinación.
Si además de entornos educativos tradicionales, se accede a aquellos que reúnen a personas con un interés común, en el que quieren pasar de la torpeza a la maestría, sin otra recompensa que la búsqueda y el camino, el músculo de la curiosidad estará en su mejor expresión. Probablemente en esas convergencias desinteresadas, pero anhelantes, hay más semillas de emprendedurismo innovador que en muchas de las más prestigiosas escuelas de negocio.