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"Esta desconfianza en la calle es parte de una desconfianza mayor, una que nos define como sociedad fallida".

Hace dos días una periodista me contactó para conversar acerca de la inseguridad ciudadana. Antes de la cita revisé las encuestas de Datum sobre el tema. Encontré que desde enero de 2012 a la fecha, la gran mayoría de los peruanos sentimos que la calle es insegura (hasta 87%). También constaté que este asunto es antiguo. Hace casi dos décadas está listado entre los problemas del país, aunque recién desde finales del gobierno de García se convirtió en uno de los tres principales. No es casual que la deplorable popularidad del actual presidente se deba a que la ciudadanía esperaba que por fin lo resolviera (48% al inicio del mandato).

Revisando otros estudios como el Barómetro de las Américas (2015), se observa que los peruanos consideramos que la pequeña delincuencia –el hurto, el asalto, el robo al paso– ya es el problema más importante de la agenda colectiva. Asimismo, nuestra tasa de victimización está por encima del resto de los 28 países consultados en las Américas. Inapelable.

La calle, entonces, el lugar que compartimos los ciudadanos, nos resulta hostil. Nos sentimos seguros de la puerta de la casa para adentro (68%, Datum). Los mayores sabemos que esto viene de antes. Desde los ochenta se hizo normal que los hogares se protegieran con trancas y barrotes, que las casas y los edificios se cubrieran con muros poco amables. Las circunstancias de entonces lo explicaban. Luego se hizo costumbre que los parques y las calles se enrejaran, que los negocios y las oficinas se llenaran de cámaras de seguridad. Cada quien diseñó su propia cárcel donde sentirse tranquilo.

Esta desconfianza callejera es una parte de una desconfianza mayor, una que nos define como sociedad fallida. El prójimo es nuestro potencial enemigo o nuestro enemigo a secas. Así de triste. No hay experiencia colectiva que nos entusiasme, el fútbol es acaso el mejor símbolo de nuestra frustración colectiva. La política y el tránsito automotor también. Nuestro desorden social por último agudiza esta patología.

La experiencia de ciudades como Medellín o Nueva York muestra que este no es solo un problema policial (tal como creen los ciudadanos). Tampoco es un desafío exclusivamente estatal (los especialistas hablan de un combo integral que incluye al sistema de justicia). Ambos factores sirven pero son insuficientes. Se trata, sustancialmente, de recuperar la calle como un lugar donde nos podamos encontrar los ciudadanos para generar un círculo virtuoso entre la seguridad y la confianza social. Y así sucesivamente. No está en juego sino el principio básico de nuestra vida social.