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Sociólogo y comunicador

No es verdad que toda crisis reporta una oportunidad. Para que un revés se transforme en una oportunidad se requieren actores dispuestos a aprender de la desgracia pasada. Pero los hechos en Arequipa son contundentes: las imágenes de los encapuchados asesinando policías y de los policías arremetiendo a ciegas y sin control en Islay y Arequipa evocan a los oscuros años ochenta. La desgracia del sur en realidad amenaza a todo el país.

Sin embargo, las declaraciones oficiales de ayer han sido balbuceos insignificantes que no responden a la gravedad de lo que viene sucediendo en el sur. El presidente ha aclarado que no defiende a una empresa pero en el valle de Tambo están convencidos de lo contrario. Ha dicho que su responsabilidad es hacer valer el Estado de derecho pero todo está desbordado por la violencia. A su turno, el premier ha anunciado, en el mismo Congreso de la República, que la concesionaria ha aceptado hacer una pausa en un proyecto de inversión que ya tiene el rechazo tajante de gran parte de la opinión pública.

Los demás actores, políticos y civiles, tampoco están a la altura de las circunstancias que ellos mismos generan. Sus declaraciones se sienten igualmente vacías. Su oportunismo los delata. Todos reclaman un diálogo al que no están realmente dispuestos. El inversionista queda tan deslegitimado como el político cuando ofrece resolver en sesenta días los cuestionamientos ambientales que no ha podido clarificar en todos estos años. Y la imagen del que protesta, del David que evoca nuestra solidaridad frente a su respectivo Goliat, está igualmente deteriorada. Cuando sus líderes parecen tomados por la revancha y la corrupción, no solo le hacen daño a la causa que dicen sostener. Ahora todas las demandas son dignas de sospecha.

Este desprestigio generalizado empuja aún más al resto de ciudadanos hacia la displicencia. Cansados de leer malas noticias, encapsulados en sus iniciativas domésticas, no pueden reconocer que el barco en el que vamos todos se llena de agujeros causados desde dentro, como en las épocas más oscuras de nuestra historia reciente.

La crisis de Tía María nos desvela la caricatura de una sociedad incapaz de asumir sus discrepancias, sometida a un juego de poderes donde cada quien dice defender un interés mientras reitera la miseria de sus intereses inmediatos. Una sociedad civil que se anula, mientras la autoridad del Estado, de esa entidad que debe proteger nuestros derechos, está siendo triturada.