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Seguir siendo ese gil

El avión aterriza en la isla en horas de la noche. Los viajeros se encuentran impacientes por salir. Un hombre enjuto, de aire taciturno, nos espera con un cartel que lleva escrito mi nombre: “Señor Jaime Baylys y Señora”. Es posible que la señora sea Silvia o sea yo.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttp://goo.gl/jeHNR

Lo saludamos, le entregamos nuestros maletines rodantes y lo acompañamos al salón VIP. Allí nos recibe nuestro amigo con un abrazo. Huele a tabaco, se ha pintado de rubio una parte del pelo, su camisa holgada es de marca y cae sobre el pantalón para no poner énfasis en la gordura. Luego estamos en su camioneta, apago el aire, bajo la ventana. Han pasado los años sin volver a esa ciudad que sabía ser mi pequeño circo privado. Insólitamente he sobrevivido. Todo está igual que hace veinticinco años, cuando vivía en esa ciudad. Me llevan al hotel que era mi coto de caza. Es el viejo hotel señorial sobre el malecón, allí donde el dictador tenía una suite privada para violar a las esposas de sus ministros. Nada ha cambiado. El mismo aire decadente de los ochentas está impregnado en los salones, en el casino, en el bar, en los muebles de cuero verde donde se exhiben con descaro las prostitutas. Unos carteles luminosos anuncian mi espectáculo en el teatro del hotel. Ese mequetrefe envanecido con una pollina pizpireta soy yo. Qué pereza ser uno mismo, seguir siendo ese gil, viajar con él a todas partes. Tenaz. Por qué no te callas, peruano parlanchín. Porque si me callo me muero y si me muero quién presenta el espectáculo pasado mañana, doctor. Alguien tiene que salir al escenario a hacer bromas alusivas a sus orificios más escabrosos. Alguien tiene que decir Sí, soy una señora, y sí, soy racista porque los negros me parecen superiores y sí, soy una loca pasiva y me la como doblada. Y por otra parte, les presento a mi esposa que parece mi hija. Nuestro amigo come hamburguesas diminutas con una pulsión autodestructiva mientras nos muestra cómo le tiembla severamente la mano izquierda. Nosotros bajamos jugos de papaya, llámese lechosa, y naranja, llámese china. Dos chinas más, dos lechosas más sin leche, por favor. Todas las canciones evocan los ochentas, los años pistoleros, las noches de tiratiros, los amaneceres en que solo caían caspas de nieve en el balcón de la suite del piso nueve. Cuántas noches singando con putitos y putitas, cuántas noches mamando güevo, cuántos mediodías resacosos camino a la playita de Boca Chica a buscar un moreno ventajoso que supiera decir "Matemáticamente le ofrezco mi compañía Su Excelencia". Hace frío en el cuarto y no hay manera de apagar el aire. Pedimos mantas y manzanillas pero es inútil, el frío nos hace dormir tensos, asustados, soñando cosas feas, una bola de flema y rencor incendiando mi garganta. ¿Perderé la voz, quedaré mudo, será ese el castigo de los dioses por hablar tantas cosas descomedidas? No seamos tan pesimistas. Una o dos pastillas azulinas me salvan del naufragio y me llevan flotando hasta el mediodía. La agenda es despiadada porque hay que vender mil entradas para la función de mañana: rueda de prensa, visita al periódico, visita a la radio, visita a la otra radio, visita a la televisión, visita ya chorreada y babeando al programa chévere de medianoche, horas de horas serpenteando morosamente entre el tráfico de motores de la ciudad, tratando de llegar a una cita ineludible con el público caribeño, anunciando que ha llegado el circo y que mañana exhibiremos un cubo de hielo que nunca se derrite. El cubo de hielo que nunca se derrite es, por supuesto, mi culo, y gracias a él me gano la vida en las islas del Caribe donde se habla el español. Al final de la jornada, exhaustos, sin embargo briosos, nos acomodamos en una esquina del restaurante de moda y nos abandonamos a comer de todo un poco con el aire lánguido de los que alguna vez fueron flacos. Yo fui flaco en esa ciudad hace veinticinco años cuando ese restaurante no existía y mi esposa no había nacido, ahora cultivo un huerto en mi barriga: échale maíz, muchacho, que mañana será otro día. ¿De dónde salieron esos dos enanos amariconados con peluca que apestaban a sobaco y parecían escapados de un circo andaluz? No lo sé, pero juro que me emboscaron en el pasillo hacia el lavabo y me ofrecieron sustancias impuras que tuve que declinar. ¿Serán enanos de circo que se han amotinado y han huido y se ganan la vida vendiendo polvos baratos? ¿Se follan a ras del suelo como muñones pendencieros? ¿Vendrán a verme al circo mañana? No lo creo: diría que son ilegales y viven en la clandestinidad, a salto de mata, y que son capaces de matar con un machete traído de Puerto Príncipe. Un borracho empecinado me insulta, me dice pájaro, me busca pleito, yo le digo muchas gracias, hasta pronto. Un poeta hondureño declama sus versos animales. Los dueños de la isla presentan sus saludos y sus caras nuevas, retocadas. Las reinas de belleza pasan sin mirar y suben a camionetas blindadas que las llevan al final de los tiempos. Un idiota engominado me ofrece fotos del presidente vestido de mujer. Alguien me dice: Te manda saludos Juan Luis, que está en Angola. Alguien me dice: Eres El Caballo. En el ascensor, Isidro, el moreno uniformado, me pregunta si deseo compañía. No gracias, maestro, en la habitación está mi esposa. ¿Es su esposa, no su hija? Así mismo, Isidro, así mismo, qué suerte la mía. Todas las noches con ella son inciertas, inéditas, porque nunca se sabe quién de los dos se pondrá en cuatro, por eso la amo tanto, porque tiene de hembrita lo que tiene de machito, como yo, y porque sabe dar y recibir en proporción justiciera y sin quejarse. Para dejar testimonio gráfico de que allí estuvimos para despedirnos de la isla en la que malgasté los mejores años de mi juventud, salimos a media tarde, sorteamos el tráfico de motores, evitamos cacas de perros y cacas humanas y nos hacemos tres o cuatro fotos en el malecón, de espaldas al ancho mar por donde llegó este idioma siglos atrás. Luego nos desparramamos en la sala de masajes y unas nativas pundonorosas esparcen aceites en nuestros cuerpos y apenas rozan mis testículos y mueven sus manos como culebrillas, como serpientes. Ese será, a no dudarlo, el momento estelar del viaje, la hora y media en que los esposos se dejan masajear por esas lugareñas que algo se dicen en creole y son diestras en toquetear sin intención subalterna la frontera exacta con las partes más íntimas. Benditas sean esas mujeres venidas de la parte devastada de la isla en busca de guineos y yuca y huyendo del terremoto, qué manera aviesa de acariciarme la parte lateral del güevo. Seis cafés expresos, puro arrojo torero y una lengua viperina me permitirán presentar el espectáculo sin amilanarme ante los remilgos de los mil y tantos borrachos que han venido a reírse de mis bromas de señora mal cogida pero bien agradecida. Todo fluye, todo resbala como las manos de las masajistas, todo hace escarnio de mi virilidad y sugiere que soy un putón. Luego sale mi esposa que parece mi hija y el público se rinde y no entiende nada y no queda claro quién va a singar a quién pero se han reído y eso es lo que importa. De madrugada, todavía de noche, nos arrastramos por el aeropuerto buscando un caballo o un mono o un sapo para nuestra hija menor. Trata de llegar vivo al avión, ya luego te duermes y lo peor habrá pasado, me digo, y me voy despidiendo de esa ciudad que alguna vez fue mía y a la que no habré de volver.

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