Los que mantienen algún tipo de contacto con España saben que, tradicionalmente, en los meses de julio y agosto, la actividad de todo tipo decae. Muere.
Las cosas cambian. Las costumbres se pierden (incluso las buenas), y hete aquí que ni julio ni agosto son lo que eran.
Y si algo ha cambiado en España, en los dos últimos veranos, es que la actividad política no ha descansado ni un ápice.
En julio del 23 fueron las elecciones generales que arrojaron un resultado inesperado, sobre todo para la derecha. Rápidamente, pudimos vislumbrar que, con tal de permanecer en el poder, el derrotado Sánchez pactaría con el diablo si era necesario. Y pactó.
El otoño y el invierno, como diría Sabina, lo sobrellevamos más o menos bien, es decir, sin leyes nuevas, salvo la de amnistía, y la de la financiación catalana.
Arrancaba el verano del 24, y la cosa empezó a calentarse. Se presentó una querella contra la esposa del presidente del Gobierno, y el Gobierno se abalanzó sobre el hasta ese momento anónimo juez, que citó a la señora a declarar, y que tuvo la osadía de citar a Sánchez, en tanto esposo de la investigada, a declarar como testigo.
Ni una ni otro declararon. Pero eso es lo de menos. De lo que se trataba era de humillar al juez al que han terminado denunciándolo por prevaricador ambos dos, Begoña y Pedro. Lo nunca visto. Por esa regla de tres, habría querellas contra los jueces día sí y día también.
Ya estamos en agosto, y a propósito de la payasada de Puigdemont, se insulta no al prófugo, sino al Tribunal Supremo en pleno porque no se aviene a los dictados del Gobierno.
Que vuelvan las buenas costumbres por favor. No se me ocurre otra solución.