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“Acaso cuando esa violencia nos toca el hombro, nos sentimos sencillamente amenazados”.

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El día que Daniela me contó lo que le había sucedido con Guillermo Castrillón, mi primera reacción fue huir de su relato. No quería escuchar, me sentí muy incómodo. Como un acto reflejo, aparecieron en mi mente argumentos para refutar o minimizar su dolor. En vez de sentir compasión inmediata, me defendí. Ella tuvo que tomarme de la mano, ella que había sido herida por un amigo en quien confiaba, me tuvo que llevar desde su vulnerabilidad hacia su sufrimiento. Entonces sentí vergüenza con mi chica. Y nos quedamos quietos, lamentablemente, en silencio.
Esta semana, cuando algunos amigos y conocidos reaccionaron de manera semejante a la mía frente a las denuncias de agresión, no solo de Daniela sino de nueve mujeres más, me volví a encontrar con esa parálisis. Ellas nos han tenido que contar con detalle episodios de sus vidas que nunca hubieran querido revelar. Nos lo han tenido que gritar, describiendo los pormenores más miserables, porque probablemente de otra forma no les íbamos a creer. Y ha vuelto a suceder que más de un varón ha mirado para otro lado, dudando de esas denuncias, relativizando la violencia sexual para convertirla en insignificantes “manoseos”, culpándolas por haberse expuesto al depredador de turno. Como si existiera justificación alguna para tratar de esa manera a cualquier ser humano. Suena triste. Es triste.
¿Por qué nos moderamos frente a la desgracia inmediata y nos resulta tan fácil señalar o denunciar los casos de otros? Acaso cuando un agresor cercano cae, nuestra masculinidad se siente instintivamente cuestionada, emplazada, expuesta. Acaso cuando esa violencia nos toca el hombro, nos sentimos sencillamente amenazados. Entonces, antes que sentir empatía con la víctima, nos protegemos instintivamente.
No es casual. Recuerdo que cuando era adolescente una de nuestras fantasías grupales consistía en conseguir fármacos de veterinarios que sirvieran para excitar a las chicas. Recuerdo que teníamos bien claro qué amigas calificaban para enamoradas y cuáles no. Recuerdo haber formado mi primera sexualidad hojeando revistas porno. Recuerdo tantas cosas cotidianas que parecían inofensivas. Recuerdo cómo fui formándome desde la pendejada y la ausencia de respeto ante la integridad femenina. Y cuando pensé que todo eso ya estaba superado, me descubro participando en chats masculinos inconfesables. Ahora entiendo que si queremos crecer sanamente con las mujeres de nuestras vidas –amigas, hermanas, hijas, madres, compañeras, conocidas–, tenemos que ser conscientes de los primeros escalones de una subida que puede terminar en la violencia y el silenciamiento. Ahora me queda claro que cuando minimizamos su sufrimiento, nuestra masculinidad se hace cobarde. Desaprender el egoísmo para fortalecer el cariño. Eso quiero para mí y para mis hijos.