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De tragedia en tragedia
“La autoridad está para aplicar la ley, no para regalar simpatías. Eso es solo lo primero. Hay más por hacer. Esa es la tragedia”.
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El adivino dijo que Julio César moriría en los idus (15) de marzo. Al entrar al Coliseo, Julio César le dice: los “idus han llegado” y se alegra por haber ignorado su advertencia. No escucha que el adivino contesta: “pero no se han ido”. Marco Bruto lo asesinaría ese mismo día. Macbeth sabe por las brujas que “un hombre no nacido de mujer lo mataría el día en que los bosques de Birman caminaran”. Dos supuestos imposibles, que lo alentaron a esperar confiado la batalla. Murió: el ejército escocés se había camuflado con ramas y, de lejos, parecía que el bosque caminaba; y le venció Macduff, que había nacido por cesárea de su madre muerta. Julieta envió una nota a Romeo. Tomaría un brebaje que simularía su muerte, su familia lloraría, pero la dejaría en paz. Cuando cesase el efecto, los dos amantes vivirían felices en otro lugar. Romeo no leyó la nota, creyó que Julieta estaba muerta y se suicida. Julieta vuelve en sí, ve a Romeo muerto y también se suicida.
En Shakespeare, la tragedia la produce uno mismo. La causa un error de entendimiento, que produce confianza sin sustento, que impide estar alerta para prevenir desgracias o reaccionar con eficacia. Tal cual nos pasa ahora.
Al inicio de siglo se había derrotado el terrorismo, la corrupción y la dictadura. La economía crecía como nunca, la clase media se expandía y las zonas olvidadas se incorporaban por la regionalización. Empezábamos a vivir mejor. Nos confiamos. No vimos que en los años de terrorismo el Estado se replegó. Así, la economía emprendedora (informal) prosperó por su cuenta y hoy se niega a pagar impuestos, no porque sean caros o complicados, sino porque cree que no debe nada al Estado. Tampoco vimos que el Estado seguía ausente, pero esta vez con dinero, y prosperó la corrupción que creíamos muerta, la informalidad y el crimen.
Al inicio de siglo se había derrotado el terrorismo, la corrupción y la dictadura. La economía crecía como nunca, la clase media se expandía y las zonas olvidadas se incorporaban por la regionalización. Empezábamos a vivir mejor. Nos confiamos. No vimos que en los años de terrorismo el Estado se replegó. Así, la economía emprendedora (informal) prosperó por su cuenta y hoy se niega a pagar impuestos, no porque sean caros o complicados, sino porque cree que no debe nada al Estado. Tampoco vimos que el Estado seguía ausente, pero esta vez con dinero, y prosperó la corrupción que creíamos muerta, la informalidad y el crimen.
No hay dictadura, pero nuestra democracia está cautiva de otras pasiones: adicción por complacer a todos, sin inteligencias para promover planes, sin fuerza para construir consensos, sin valentías para ejecutar proyectos.
Debiéramos reaccionar, porque el deterioro es grande. Rescatar la autoridad para que los buses no se incendien, para que no te roben ni maten, para que se despejen carreteras bloqueadas, para terminar la reconstrucción del terremoto de hace 12 años, para reiniciar las obras públicas, para ejecutar las reformas judicial y política. La autoridad está para aplicar la ley, no para regalar simpatías. Eso es solo lo primero. Hay más por hacer. Esa es la tragedia.
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