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Trump y Jerusalén

“La primera potencia mundial está reconociendo a Jerusalén, la ciudad medular...”.

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En medio del ensordecedor bullicio político que ha inundado a nuestro país en la semana que pasó, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha tomado una de las decisiones potencialmente más riesgosas para la tensa calma bajo la que vive buena parte del Oriente Próximo: por primera vez en la breve historia del Estado de Israel, Estados Unidos colocará su embajada en Jerusalén. Esta movida, cuya profundidad podría pasar desapercibida, generará muchos más problemas de los que resolverá. Es un tremendo error político. Si bien Estados Unidos ha sido uno de los principales aliados de Israel en la complicada región en la que existe este Estado, la ubicación de su sede diplomática es un gesto que carga con un contenido muy potente: la primera potencia mundial está reconociendo a Jerusalén, la ciudad medular en la intrincada cuestión entre Israel y Palestina, como su capital de manera categórica. La decisión, por supuesto, ha generado alertas de líderes alrededor del mundo y una ola de rechazo en los países árabes.
El presidente palestino ha convocado a una nueva intifada y los líderes de los movimientos que han usado la violencia como una herramienta para consolidar la posición palestina se han sumado a la convocatoria. Trump ha logrado generar un huracán en una región que ya lidia con decenas de conflictos de varias índoles y lo más grave es que nadie termina de comprender por qué lo ha hecho. El respaldo de su administración al gobierno israelí es explícito y la mediación internacional en el problema que ha agudizado está estancada.
Trump llegó a la Presidencia de los Estados Unidos prometiendo una política exterior basada en una contracción en la actividad internacional de su país, destinada a consolidar el esfuerzo por lubricar la economía interna y fabricar una especie de renacimiento industrial que permita hacer que “América sea grandiosa de nuevo”. Lo curioso es que, desde que asumió la administración, Estados Unidos ha aumentado su espectro de acción internacional y su intervención militar alrededor del mundo. Y lo ha hecho sin ninguna lógica.
Todo parece indicar que el populismo, la demagogia y la necesidad constante que tiene Trump de que los ojos de la opinión pública de su país se posen lejos de su propio ombligo han hecho que el presidente del país más poderoso de la Tierra haya decidido usar las relaciones internacionales como una cortina de humo. Lo peligroso es que de aquí saldrá humo de verdad.