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Hacer TV es fácil
Ahora que absolutamente cualquier cristiano puede tener programa de televisión, hemos querido obsequiarte este sencillo decálogo para que sepas todo lo que necesitas saber antes de tu grandioso debut.
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Fecha Actualización
Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com
Del género y del formato: Si tu programa es femenino, nunca partas del supuesto de que las mujeres son unas bobitas que solamente trapean, bordan, guisan y se maquillan. Si tu programa no es de concurso, no le pongas premios ni castigos. Si quieres hacer un programa divertido, asegúrate de no llenarlo de cadáveres, y si quieres hacer un programa sobre cadáveres, asegúrate de que no sea divertido. Si tu programa no es gastronómico, no te pongas a comer en él: a menos que seas Gastón (y sepas decir "mmm" igualito que él), anda come en tu casa, no queremos verte sorbiendo leche de tigre con yuyo, a toda pantalla, en nuestro LCD de 60 pulgadas. Pregúntate primero qué programa quieres hacer, y si no tienes la respuesta, será mejor que no lo hagas. Si debutas creyendo que lo averiguarás después, lo más probable es que nunca lo sepas. Y si tú no lo sabes, nadie se tomará el trabajo de verte para tratar de descubrirlo.
De las lágrimas: Muy importante este asuntito de aprender a dominar los fluidos corporales en pantalla. Es cierto que, a veces, es incontrolable pero hemos de tratar, a toda costa, de evitar el llanto frente a cámaras. El advenimiento de las lágrimas debería ser, por su propia naturaleza, un evento íntimo, privado. El televidente sagaz sospechará automáticamente de una persona que, pudiendo llorar en cualquier otra parte, elige hacerlo en televisión nacional. Y sospechará el doble cuando quien llora es la animadora del programa abrazando a un cojo que ha arrojado las muletas.
De los desnudos: La lógica es muy simple: si un personaje nos resulta repelente estando vestido, probablemente lo será mucho más si nos lo ofrecen calato. Algunos productores parecen creer que la desnudez humaniza a los cretinos. O peor, que democratiza. Error. Nada nos hace menos iguales ante los ojos de los demás que un striptease. Ojo. No es moral nuestro reparo. Celebramos como nadie la gloriosa belleza de los cuerpos siempre que podamos ahorrarnos el inconveniente de someterlos a esas impúdicas preguntas de cultura general.
De las locuciones: Quizás no sea el único daño que le han hecho a la televisión los pacharacos anfitriones del telemercado, pero lo cierto es que, en años recientes, muchos reporteritos y reporteritas de televisión –y muy especialmente los de farándula– confunden locución con pregón y no locutan: barritan sus textos en off con el exasperante sonsonete de una humitera de antaño o de un catre-botellas guarapero. Coleguitas del futuro, háganse un gordo favor y ahórrense ese maldito canturreo de payaso de plazuela o chocherita péndex. Nos queda claro que ya se saben la música pero, por Dios, primero apréndanse la letra.
De los bailes: Si tu programa no es de baile, no hay razón para bailar desde que empieza hasta que se acaba. Nadie está tan contento que necesite ir por la vida bailoteando ininterrumpidamente. Y si no eres Nureyev ni Isadora Duncan, si no danzas extraordinariamente como para merecer bailar en televisión, no te va a pasar nada si paras, es más: puedes dejar de hacerlo en este instante.
De los romances entre famosos: Los televidentes tenemos razones para la suspicacia cuando el conductor invita permanentemente a su célebre flaca al set. También cuando habla permanentemente de ella, la llama por teléfono al aire o la ampaya con otro usando las cámaras del programa. Peor aún si llega al extremo de reencontrarse en pantalla con su ex o si tiene la ordinariez de organizar un karaoke de boleros cantineros y rancheras de despecho reuniendo en el set a los sucesivos y ciertamente nostálgicos ex de su ex.
De los romances entre conductores de un mismo programa: Siempre son de mentira pero nos encaaantan. Como el horóscopo, ¿no? Ejem. Fin del comentario.
De los accidentes aparatosos en los reality shows: Ver ítem anterior.
De los enanos y los obesos: Empecemos diciendo que es discriminatorio llamar enanos a las personas pequeñas y obesos a las personas grandes. Y lo es aún más limitarlas a los programas cómicos en los que, las más de las veces, se reirán de ellos y no con ellos. Intentar suavizar la cosa diciéndoles enanito o gordito no ayudará mucho del mismo modo en que usted no deja de decirle a alguien maricón cuando le dice mariconcito. Basta ya. No existirá una real igualdad hasta que, en los así llamados "programas serios", no se imponga una mínima cuota, un porcentaje reglamentario de enanos, obesos y mariconcitos. Entiéndase como mariconcito al emplumado y laberintoso, claro, no a los que lo ocultan (con poco éxito) o a los que (casi) no se nos nota. Que el programa de la competencia tenga su pájara propia no significa necesariamente que el tuyo también deba contratar otro como contrapeso.
Del talento: Aunque la TV insista en ir en sentido contrario, está más o menos demostrado que no basta con ser mariconcito para tener programa. Como dijo Franco De Vita: no basta. Algún talento adicional habría que tener. La misma regla puede aplicarse para cualquier índole de wachiturras y culisueltas. Pastelero a tus pasteles. Si eres un periodista, no te computes pulposa vedette. Si eres payasa, no entrevistes; si eres galancete, no te sientas un Luther King, y si eres la candelejona de la novela, no te alucines Indira Gandhi.
De las preguntas de los reporteros: ¿Qué expectativas para hoy? ¿Cuánto tiempo dedicado a esto? ¿Qué recuerdos de sus inicios? ¿Qué tal el cebiche/el pisco sour? y ¿Qué proyectos para el futuro? Estas deberían ser las cinco primeras preguntas del inexistente Manual de Preguntas Imbéciles del Reportero Mediocre. Primero, hay que hacer todos los esfuerzos necesarios para que nuestra pregunta contenga un verbo: "¿Qué expectativas?" no es una pregunta, es la mitad. Segundo, ¿de dónde hemos sacado que el único tema del que se puede hablar con un extranjero es nuestra excelsa cocina? Cuando te entrevistan en México no empiezan preguntándote cuán ricos te han parecido sus tacos y su tequila. Tercero, cuando sales a cenar con un amigo nunca le preguntas qué expectativas tiene para la cena, hace cuánto tiempo que acostumbra cenar, qué recuerdos tiene de su primera cena o cómo cree que será su última cena, de modo que no asumas que la persona que vas a abordar con tu impertinente micrófono es más idiota que tu amigo. Y si no tienes nada más interesante de qué conversar, tropiézate con un libro más a menudo, bájale horas al Facebook y al Play o, por lo menos, tómate un tiempecito para pensar y así preguntarás cada vez menos cojudeces.
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