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Un licuado de terror y justicia

“En esa carrera loca, los fiscales han perdido racionalidad y proporcionalidad. No les importa ganar los juicios, que saben que los van a perder porque los hechos probados no son delito y los hechos que son delito no están probados”.

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(Midjourney/Perú21)
Fecha Actualización
La Revolución francesa fue el tránsito entre la dictadura de un rey (Luis XVI) y la de un emperador, pero con más gloria y fortuna (Napoleón Bonaparte), en apenas 10 años (1789 - 1799). Los tres primeros, con el rey aún vivo, fueron una monarquía parlamentaria, con una Asamblea Constituyente controlada por los girondinos (de la zona de Gironda), que eran conservadores. Los siguientes tres años, con el rey ya guillotinado, fueron de Parlamento puro, con una Convención Nacional controlada por los jacobinos (por reunirse en el convento de San Jacobo), que eran los revolucionarios. Pudo ser el inicio de una república eterna, que empezó bien con esa pieza maestra de las constituciones modernas que es la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (agosto de 1789), pero que terminó mal por culpa de un tal Maximiliano Robespierre.
Antes de liderar el gobierno (1793), Robespierre había sido un juez prudente, liberal, contrario a la pena de muerte y a la esclavitud. Fiel a sus principios, le llamaron el “incorruptible”. No se sabe bien si eso alimentó sus egolatrías, o si fue apabullado por las guerras contra las monarquías europeas, o si fue superado por las miserias del colapso de la economía, o si fue todo eso junto; lo cierto es que las cosas se le complicaron. Entonces, se sintió iluminado, su verdad era la única, la revolución debía ser como él la imaginaba, los que pensaran diferente eran los contrarrevolucionarios (a los que condenaba bajo simple sospecha). Se calcula que, en esa persecución política, unos 40 mil fueron ejecutados en la guillotina. Robespierre quiso encarnar la revolución, pero la mató con su terror cuando recién nacía. Murió ejecutado (1794), la Primera República sobreviviría un año más (1795), sería sustituida por una transición de cuatro años (el Directorio), hasta que Napoleón da su golpe de Estado (1799). La república demoraría en volver 70 años más.
Con el tiempo han aparecido versiones más sofisticadas de Robespierre. Ya no asesinan directamente, sino que siembran dictaduras que matan lentamente eliminando derechos. Hay dictaduras obvias: sin salud, sin educación y sin trabajo para someter por hambre. Pero hay también dictaduras sutiles: sin libertad, sin dignidad y sin justicia para someter por miedo. De esta última estirpe son nuestros fiscales anticorrupción. Como Robespierre al principio, ellos también estaban indignados de tanta corrupción. El caso Lava Jato es la gota que rebalsa el vaso. Entonces los fiscales, también iluminados, empiezan una cruzada fundamentalista e intolerante como toda inquisición, y dan tres saltos mortales: (i) tratan el financiamiento irregular de campañas electorales como delito, cuando aún no lo era; (ii) cualquier movimiento de dinero es lavado de activos y todo grupo político es una organización criminal; y, gracias a eso, (iii) aplican prisiones preventivas, sin pruebas ni juicios, cuando estos apremios están reservados para economías criminales como las del narcotráfico.
En esa carrera loca, los fiscales han perdido racionalidad y proporcionalidad. No les importa ganar los juicios, que saben que los van a perder porque los hechos probados no son delito y los hechos que son delito no están probados. Les ha bastado poner chalecos de detenidos a los políticos, esposarlos, sentarlos en el banquillo de los acusados y filtrar datos a la prensa, porque lo que vale es la humillación pública. Para eso cuentan con la complicidad de los jueces que, presionados por la publicidad de los casos, también tiemblan ante las sanciones sociales y toleran los excesos fiscales. Eso sí, no discriminan, van desde la izquierda de Ollanta Humala y Susana Villarán hasta la derecha de Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori. Eso ha generado otro efecto igualmente perverso. Los políticos unidos, en una defensa también absurda, están promulgando leyes que declaran la prescripción a delitos que no la tenían, reducen la represión a las verdaderas organizaciones criminales y limitan la eficacia de los colaboradores eficaces. En esta guerra entre fiscales y políticos se va dinamitando la justicia y nosotros en medio sin paz. Reclamemos que regrese la prudencia, que eso es justicia, antes que esto se salga de las manos, como le pasó a Robespierre.
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