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La vida después de Alan
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El suicidio de Alan García ha causado verdadera conmoción. Prácticamente todas las reacciones denotan dificultad para la contención de emociones. De ahí que el debate sea entre extremos: o es un mártir y una víctima, y el suicidio un acto valiente y digno; o –por el contrario– (insertar acá juicios y calificativos que no reproduciré).
Es entendible. ¿Cuántos países, y cuántas veces, han enfrentado el suicidio intempestivo y dramático, en una disputa judicial accidentada, de uno de sus líderes políticos más importantes? Es algo anómalo, excepcional. Y lo es aún más para un país complejo, fragmentado, difícil de entender y gestionar como el Perú. Nos confronta, para empezar, con la anormalidad –para bien o mal– de nuestros líderes, de sus actos, de la coyuntura; de nuestra historia, en fin.
Pero la viabilidad de la república nos obliga a dejar de lado, tras despedir al líder, esta vorágine de emociones, y emprender la reflexión que nos conduzca al entendimiento y al aprendizaje. No es esta una disyuntiva binaria como se nos plantea. Si aceptamos la humanidad –ni el heroísmo ni satanización– de García, sus luces y sus sombras, debemos asumir también la de sus adversarios.
Esto no debe servir para boicotear la lucha anticorrupción, pero tampoco para avalar cualquier acto que se cometa en su nombre. Hay, lo decimos desde hace meses, excesos evidentes. Prisión preventiva de tres años sin siquiera una acusación fiscal, teorías del delito harto discutibles (aportes de campaña disfrazados = lavado de activos, estructuras partidarias = organizaciones criminales), detenciones sin peligro de fuga, entre otros. Repito la conclusión de mi columna anterior: “Si en eso se va a convertir la lucha anticorrupción, estamos fregados”.
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