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Dejarse de cosas
Sacando la cuenta, a ojo de buen cubero, me he mudado, más o menos, veinte veces en los últimos diez años. ¿Cuándo me detendré? Muy pronto. El día en que encuentre un sitio en el que vuelva a sentirme en casa.
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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com
Atemorizante y pesada como una antigua pieza de artillería, la máquina de escribir marca Facit en que alguna vez tecleé mis primeros ilegibles balbuceos está sobre el escritorio, majestuosa, apenas iluminada por una lámpara de sodio. La foto es de 1987, fue tomada sin flash como parte de un ejercicio del curso de Fotografía I y es el único registro que me queda de la inocente recámara en que moré 25 años en la hoy desaparecida casa que mis padres construyeron para mí. Cassettes regados en torno a un mini-componente de doble cassettera, (tecnología de última generación), el afiche de un wildeano montaje del grupo de teatro Magia, rollos de película por revelar, un peluche de Garfield, 5 metros de poemas de Oquendo de Amat –tuve miedo y me regresé de la locura porque mis ojos eran niños y mi corazón, un botón más de mi camisa de fuerza–, alguna cándida historieta progre garabateada por mí y un puñado de lápices de diagramar almacenados en una lata de Pepsi, (el sabor de la nueva generación). Miro la foto y me enternezco. Las máquinas de escribir ya no existen. Los cassettes ya no existen. Miro la foto y me nostalgio. El grupo de teatro Magia ya no existe. Los rollos de película ya no existen. Miro la foto y me estremezco. Seguro que si me pidieran que hoy lo volviera a hacer, fracasaría en el intento: comprobaría con rabia que ya no sé mecanografiar, ni revelar, ni diagramar, ni siquiera dibujar, que alguna vez fue lo que mejor me salía sobre esta tierra.
(Y sin embargo me gusta esta vida nómade. Me gusta Facundo Cabral cuando canta aquello de que no es de aquí, ni es de allá, no tiene edad ni porvenir.)
Miraflores, año 2012. Observo con flojera la única, misteriosa cajita de cartón que dejé en el clóset, sin abrir, desde hace como diez meses, cuando aconteció mi última mudanza. Ahí atesoro mis objetos más preciados, los que salvaría primero del fuego: una caja de galletas Victoria muchas veces abierta y muchas veces vuelta a sellar. He ido dejando pasar los meses sin desembalarla y no sé muy bien por qué. Quizás porque mi barquito ha surcado mares tan encrespados que nunca sé cuánto tiempo iré a permanecer en cada lugar, quizás porque sé que volver a abrir semejante cofre de souvenirs privados me va a embarcar una vez más en otro de aquellos interminables viajes o quizás porque acomodar cada una de mis cositas entrañables dentro de los cajones del antiguo escritorio de nogal significa, en el fondo, que esta es mi nueva casa y que aquí me voy a quedar. Y yo, por el momento, no quiero quedarme en ninguna parte. Esta mañana me llegó un mail de la delegada de propietarios de este moderno edificio informándome de los acuerdos de la última sesión. Toda una elegancia suya tomarse el trabajo de copiarle tan secreto documento a un vulgar inquilino como el suscrito. Conclusiones de la asamblea: se acordó que será obligatorio el uso de bolsas negras para la basura, se contará con un carrito de supermercado para subir las compras a los departamentos, se buscará una decoradora para el lobby y se insistirá en el tema de la higiene de los vigilantes porque el mal olor ha disminuido pero no ha desaparecido, habiéndose comprobado que el uso del deodorizador de ambientes no lo disipa sino que, por el contrario, lo empeora. Dios mío, de cuántos acuerdos importantes me pierdo cada mes por no asistir a las sesiones y ser siempre tan mal vecino. Dios mío, tú eres testigo de que mi única moción habría sido pedirles encarecidamente que tuvieran la bondad de apagar todos sus diabólicos taladros, todas sus guitarritas eléctricas, todos sus procesadores de alimentos, todos sus woofers y sub-woofers y todas sus pretenciosas alarmas antirrobos para permitirme alguna vez dormir el sueño de los justos sin necesidad de volver a levantarme escuchando ruidos que nadie más escucha como una anciana cascarrabias que arrastra las babuchas hasta el teléfono para llamar de nuevo al risueño muchachón del serenazgo con aquella pedregosa voz tan poco engolada y tan lejana de cualquier locución promocional televisiva:
–Buenas noches, sereno moreno.–Señor Beto, buenas noches. ¿Otra vez bulla?–La respuesta es… verdura.
Voy a cumplir un año en este sitio y todavía no me he animado a decorarlo de acuerdo a mi estado de ánimo actual. Ni mucho menos a contratar a un decorador mariquita para que lo decore de acuerdo a los dictados de su buen gusto mariquita. Me niego a que el recinto donde duermo se asemeje a un cocktail lounge o al show room de una tienda de muebles de diseño. Conforme avanzan los años me simplifico, me vuelvo menos presumido y más previsible, me voy despojando cada vez más de tanto bonsái y tanto floripondio, de tanta escenografía wannabe. Vuelvo a mi cebollita primigenia como un cebiche reducido a su esencia en las manos brujas de Javier Wong. Mi máxima extravagancia es un gigantesco cuadro de Bendayán en el que dos gandules ribereños fuman Caribe y chupan aguardiente a granel. Y quizá un exquisito demonio blanco de Jonathan Adler hallado de chiripa en la mesa de saldos y miniyayas de Jallpanina en Pachacámac. Lo único vivo en este hogar dulce hogar es un puntual ramo de hortensias frescas con que honrar el altar de los ancestros y las papas Tomasa que germinan y echan tallos y raíces en el canasto por las muchas semanas en que nadie las cocina. Eso es todo. Lo demás es un capítulo de la serie Los Acumuladores: en la esperanza de que yo las comente en televisión, autores y editoriales me regalan sus últimas novedades y los libros se arruman y se reproducen uno sobre otro en todos los rincones, esperando a que me anime alguna vez a mandar a hacer la gran repisa de pared a pared que les tengo prometida.
(Y, sin embargo, me gusta más ser así medio provisional, errático, errante, errabundo, pasajero en tránsito perpetuo. Me gusta la Biblia en el capítulo en el que Dios le dice a Abraham que abandone la casa de sus padres, que se marche de su tierra natal, que chape sus cuatro chivas y se las pique. Que diga: patitas para qué os quiero y tome las de Villa Diego. Que se mande mudar al país que él le indique).
Miro la foto de 1987 y no salgo de mi asombro al comprobar que no conservo conmigo ni uno solo de los sagrados objetos que aparecen en ella. Ni el sombrero de copa, ni el esqueleto de dinosaurio de triplay, ni el reloj cucú. Ni la lámpara de lava, ni el cubrecama de blue jean, ni la casaca verde olivo que cuelga del respaldar de mi silla. ¿Dónde estarán ahora? Quizá se fueron a bordo de un camión de los Traperos de Emaús. Quizá quedaron sepultados bajo los escombros de la casa que construyeron para mí. En las ciudades de Estados Unidos en que he vivido, la gente que se muda prefiere viajar ligera y abandona gran parte de sus muebles y artefactos en la vía pública, los deja perfectamente alineados en la vereda para que algún pobre o forastero los recoja y aproveche. Es mi idea de propiedad privada favorita. Déjense de cuatro cosas. Al final, este juego lo gana aquel que de más cosas se consigue despojar. Las cosas son del que las necesita. (Pero la caja de Victoria es solo mía).
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