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No te engañes
Esto de ser un escritor se ha convertido en una cosa clandestina, fantasmagórica. Uno se pasa la vida escribiendo cosas que nadie quiere leer, ni siquiera los aludidos. Tanto empecinamiento acaba siendo inútil, vano, apenas una postura, una pose.
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Fecha Actualización
Jaime Bayly,La columna de Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
Nadie lee lo que escribes, a nadie le importa, nada de lo que digas provocará escándalo, revuelo, comidilla. A esto hemos llegado, llámalo el fracaso, la decadencia, la muerte en vida: que nadie quiera verte, incluso los que antes querían verte hacen ahora un esfuerzo para no verte, saben que es mejor así.
Por otra parte, si no eres un escritor, ¿qué demonios eres? Nada, o algo peor que nada: un aspirante a escritor, un intento fallido, un candidato menospreciado, el eterno corredor que no llega a la meta y desfallece y corta camino y se sienta derrotado a esperar a que lo recoja la ambulancia. Eres el que aspira a ser leído, el que se entrega envanecido a una cierta quimera, el que cuenta una historia que nadie quiere oír, ese loco que habla solo. Eso eres, acéptalo, está en tus genes: un loco, un orate, el hablantín chiflado, el que se pasea en un auto convertible saludando al pueblo llano, imaginando que ha ganado unas elecciones no para presidente sino para príncipe, para algo nobiliario y vitalicio sobre lo que no se tenga que rendir cuentas.
Nadie te pida que sigas escribiendo, nadie espera tu próximo libro, nadie está dispuesto a pagar para leer esas ficciones rencorosas, y sin embargo insistes, obstinado, en coleccionar palabras en la antigua lengua española. Como no sabes hacer otra cosa y no quieres trabajar, fatigas el hábito de contar unos secretos aviesamente revelados. Más que un escritor, eres infidente, chismoso, felón. No cuentas los secretos a cambio de dinero, lo haces porque te parece que tal es tu misión artística. Te has creído el cuento, tan bobo tú, de que todo lo que has vivido califica como material apto para ser exhibido, encadenando las palabras, reuniéndolas con eterna cadencia, frente a una audiencia imaginaria. Y estás de pie, hablando ante un teatro, sin advertir que el teatro está vacío, deshabitado. El público ya se fue, no está, deberías guardar silencio. Crees que hablando a gritos lo convocarás de nuevo, pero nadie regresa, es en vano. El charlatán ha perdido su poder hipnótico, el narrador ya no sabe qué contar, la única historia que realmente interesa es que hay un hombre hablando frente a un teatro vacío. Y ese hombre que eres tú se niega a callarse.
Cada cierto tiempo, digamos un año y medio, crees que has terminado un libro. Te has propuesto contar una historia disparatada y has perseverado en el delirio, has creído tus exageraciones, has hecho hablar a todas las voces que habitaban en ti y has urdido en tono conspirativo una mentira, unas mentiras. De pronto lo que no existe cobra vida. Esa larga y obsesiva reunión de palabras pretende ser una historia, un hecho cierto, una fábula, un minúsculo y ponzoñoso invento humano: a ese artefacto lo llamas una novela, cuando es solamente, no nos engañemos, una mentira. ¿De verdad crees que esa cosa rara que has escrito merece ser publicada? Sí, claro, sin duda alguna. ¿No convendría invocar un cierto sentido del pudor o el decoro? No, alguien tiene que leer todo eso que has escrito tan celosa y frenéticamente. Por eso anuncias a tus agentes y editores (que están hartos de ti, aunque no te lo digan) que tenemos nueva novela, enhorabuena, aquí me tienen de regreso, machacando el idioma, postulándome a escritor. Y entonces los conminas a publicar el documento, la novela, esa cosa rara, como si fuese un hecho de gran importancia cultural, un hito. Tanto fastidias con el asunto que, bueno, al final, ellos se rinden y deciden publicarte la novela. Eso sí, no pagan, no pagan nada, se resignan a publicar el libro siempre que no tengan que abonar un peso. Prometen un porcentaje, el diez por ciento, a veces el doce o el quince, pero todos sabemos que el diez por ciento de nada es nada, y ellos lo saben mejor que nadie y por eso se niegan a pagar un anticipo. Pero la novela sale y entonces puedes jugar un momento a la impostura de que alguien está leyéndola, alguien la ha comprado y llevado a su casa y la ha acomodado entre sus asuntos urgentes, íntimos, cerca del lugar donde se duerme o se inventa el amor. ¿Hay alguien que en efecto ha comprado eso que llamas la novela y está leyéndola con moderado placer? No, no hay nadie, pero te empeñas en creer que esa persona es posible, creíble, real. Si no ha existido hoy, puede que exista mañana; si no quiere comprar el libro y se rehúsa a leerlo, no por eso dejarás de escribirlo: quizás algún día incierto, cuando seas polvo y olvido, alguien habrá de abrirlo y leerlo y oirá el eco distante de tantas voces chifladas y entonces todo eso cobrará vida, improbablemente. Te aferras a una idea mínima: es escritor el que escribe, aun si nadie luego lo lee. Que lean o no lean tus textos es algo que atribuyes al azar: si no te leen es porque no han descubierto (todavía) tu talento, qué injusto es el mundo, donde triunfan tantos mediocres y fracasamos los que merecemos la gloria.
Pero, y aquí estamos de nuevo, no te consideras un escritor fracasado, sino uno que está a punto de tener éxito. Es cierto, tus últimas novelas han sido un fiasco, un paso en falso, una lluvia de plomo, un vómito bilioso, y ni siquiera han sido criticadas porque la crítica ha tenido a bien ignorarlas con aire compasivo, y ya nadie las recuerda ni se sabe los títulos. Y sin embargo anuncias que te vas de gira. ¿De gira? ¿Adónde, a qué? A presentar la novela, informas. ¿A presentarla a quién, si nadie quiere leerla? Pues a presentarla precisamente ante los que no están presentes, a presentarla ante los groseros ausentes. ¿Dónde vas a presentarla? En una librería, claro, o mejor en un teatro, en un anfiteatro. ¿Te invitan, te esperan, se reúne la gente confundida para verte? No, claro que no: haces que te inviten, te apareces muy bien vestido y presentas la novela ante tres dependientes de la librería, que bostezan, y dos señoras bizcas, que algo chismorrean, y un escritor frustrado que quiere darte su manuscrito para ver si lo ayudas a que alguien se lo publique, por fin. Fantástico, estupendo, qué gran momento cultural, todo un hito. Y así vas, de país en país, de gira que no cesa, hablando de la novela con una pasión sulfurosa, como si leerla fuese una cosa obligatoria, ineludible, una cita a ciegas con el honor: ¿cómo podría alguien seguir viviendo tan llanamente sin arrojarse a leer lo que hemos publicado y venimos a anunciar en esta gira internacional?
Esto de ser escritor prometía tanto y ha terminado siendo un suplicio, una agonía. Se suponía que el de mentiroso profesional era un oficio divertido y por eso lo elegiste a despecho de otros mejor recompensados y ahora vienes a descubrir ya tarde que el lector es una criatura afantasmada, una cifra vaga, incierta, un espejismo, el oasis que es arena en el desierto. Eso que lames sediento no es agua, es arena; eso que llamas literatura no es arte, es mentira; el lector no existe, es ficción; dices que eres novelista cuando en realidad eres cuentista; todo eso que has escrito solo vas a leerlo tú, no te engañes.
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