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La ilusión esquiva
Julián Beltrán es escritor de novelas. Ha publicado doce novelas. La crítica de su país, el Perú, lo considera un escritor pobre, deplorable.
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Jaime Bayly,La columna de Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
La crítica de España, donde sus libros se han vendido bastante bien, registra opiniones dispares: sus primeras novelas fueron elogiadas, las últimas han pasado inadvertidas. Incluso los críticos españoles que lo defendieron hace ya tiempo creen ahora que Beltrán es un escritor liviano, frívolo, de poco peso.
La opinión que Julián Beltrán tiene de sí mismo es aparentemente contradictoria: soy un escritor menor, muy menor, y, a la vez, soy un escritor de éxito, de relativo éxito. Se considera menor comparado con los grandes maestros contemporáneos de la lengua española (por ejemplo, Javier Marías o Javier Cercas o Roberto Bolaño, escritores a los que lee y relee, maravillado, a pesar de que nunca conseguirá escribir como ellos, aunque lea cien veces esa novela de Marías nunca podrá escribir como él, eso lo sabe bien Beltrán y por eso se considera un escritor mediocre, uno del montón). Al mismo tiempo, piensa que ha tenido éxito, un éxito que le parecía inimaginable cuando se propuso ser un escritor. El éxito lo medía entonces de un modo complaciente: Beltrán sentía que había tenido éxito cuando terminaba de escribir un cuento, sin ánimo o expectativa de publicarlo. La medida del éxito era contar una historia por escrito, contarla más o menos bien, con una mínima solvencia, y luego esconderla en un cajón y que no la leyera nadie, especialmente su madre. Tiempo después, la medida del éxito consistiría en escribir algo de más largo aliento, una novela, una condenada, maldita novela. Le tomó cuatro años terminarla, podía decir que había concluido la aventura de un modo apropiado, feliz (aunque la novela era una suma de infelicidades). Pero entonces elevó la varilla del éxito, subió el listón: no bastaba con haberla escrito, la novela tenía que ser publicada. Lo intentó en el Perú, fracasó, le dijeron que tal cosa carecía de valor. Con la ayuda inestimable de un escritor que era entonces su amigo, lo intentó en España y consiguió un editor catalán. Desde entonces, Julián Beltrán mide su éxito como escritor según tres criterios arbitrarios e indudables para él: obligarse a escribir una novela todos los años, publicar esas novelas en España y tener la vaga certeza de que lo que está escribiendo parezca mejor que lo que ha publicado. Por supuesto, podría medir el éxito de un modo más exigente o competitivo (por ejemplo, que traduzcan sus novelas al inglés y al francés; por ejemplo, que sus libros se vendan masivamente y le dejen una fortuna; por ejemplo, que le den tal o cual premio literario de prestigio), pero, en ese punto, Julián Beltrán es benévolo consigo mismo y prefiere no compararse con Marías o Vargas Llosa (una operación imprudente que lo humilla sin remedio), sino con el escritor que era él mismo hace veinticinco años, cuando se atrincheró en una pensión de Madrid, obstinado con la idea de escribir la novela. Mal que mal, soy un escritor, uno mediocre, uno menor, uno que no puede leer sus primeros libros sin que lo asalte la vergüenza, pero no, al menos, un escritor frustrado, se resigna.
A estas alturas de su vida, cerca de cumplir los cincuenta años, Julián Beltrán continúa escribiendo. No está dispuesto a desmayar y tirar la toalla. Todo lo demás es negociable, eso no: un escritor escribe y escribe y no deja de escribir hasta que se muere y cuando más escribe es cuando más cerca siente la muerte. Nadie lo obliga a escribir, por cierto: no hay un editor apremiándolo, unos lectores impacientes exigiendo la nueva entrega, no gana un dinero importante con sus libros, pues los anticipos y las regalías son cantidades más bien magras, simbólicas. Debido a su astucia como inversionista bursátil o como mero especulador o financista, ha reunido suficiente dinero para retirarse y vivir donde le venga en gana. Pero Julián Beltrán no sabe vivir sin escribir, o no le interesa la vida si no la vive escribiéndola, contándola, y se moriría del aburrimiento si viviera la vida predecible y opulenta del buen burgués exento de toda culpa. No le interesa mudarse a otra casa, comprarse un yate, exhibir su dinero para impresionar a los bobos: el tesoro al que de verdad aspira es uno hecho de sueños, de palabras, de fantasías, una historia bien contada, una maravillosa historia magistralmente bien contada, un fascinante entrevero de palabras que ejerzan un poder hipnótico sobre el lector. Esa es la más cara ambición de Julián Beltrán y también su clamoroso fracaso: aprender a contar una historia persuadiendo al lector como si fuera un discípulo ardiente, un converso, y llevándolo de viaje a lugares mágicos, inexplorados. Todo el tiempo, incluso cuando duerme, está pensando en la novela que debe escribir, la próxima novela, la novela incierta que se avecina. Por la seriedad con la que acomete su tarea y el tesón que lo inspira y la solemnidad que anuncia lo que está por venir, parecería que está escribiendo, por fin, algo importante, algo que no sea liviano, frívolo, menor. Es un engaño. Todos creen que la próxima novela de Julián Beltrán confirmará su fama de escritor liviano, livianito, pero él está convencido de que ese libro que consume sus mejores horas es una pequeña obra maestra y lo redimirá de tantas novelas fallidas.
Aunque todavía no ha terminado de escribir esa novela, Julián Beltrán ha querido compartirla discretamente con un círculo muy escogido de personas, digamos las personas que más ama, las mujeres capitales de su vida: su madre, su esposa y sus hijas. A esas cuatro personas les ha enviado, por correo electrónico, adjuntando un copioso documento con miles de palabras en español, como si fuera un tesoro de valor incalculable, la novela que está escribiendo y no sabe cómo terminar (le parece un crimen que algo tan fundamentalmente artístico tenga que terminar). Por el momento, no hay respuesta. Beltrán piensa, optimista, que su madre, su esposa y sus hijas están leyendo la novela, hechizadas. No es verdad. Las cuatro mujeres se niegan a perder su tiempo de esa manera. Por cortesía, por una mínima consideración con ese hombre envanecido, prefieren no decirle la verdad. Su madre piensa: es una pena que este muchacho no se dedique a la política. Su esposa piensa: es una lástima que mi chino prefiera encerrarse a escribir, en vez de acostarse a jugar conmigo. Sus hijas piensan: cómo se le ocurre al tarado de mi padre que vamos a deprimirnos leyendo las babosadas que escribe. Pero Julián Beltrán no sabe lo que piensan de él y de su novela las mujeres capitales de su vida, y por eso continúa golpeando frenéticamente el teclado, poseído por la convicción de que, tarde o temprano, será reconocido como escritor. Como van las cosas, lo más probable es que eso no ocurra nunca, y sin embargo Beltrán seguirá escribiendo, persiguiendo esa ilusión esquiva.
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