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El mar de noche

El rumor del mar, que es antiguo y sobrevivirá, trae sosiego al viajero. Olas mansas se disuelven en la orilla espumosa. Nadie camina por la playa de noche. El mar es infinito, la tristeza del viajero también.

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Fecha Actualización
Jaime Bayly,La columna de Baylyhttp://goo.gl/jeHNR

Ciertas cosas no pueden olvidarse mirando el mar de noche, ciertas cosas viven sumergidas en el océano turbio que es la memoria.

Al otro lado del mar, cuando ya despunta el sol en el horizonte y se hablan otras lenguas, unas lenguas ásperas y enrevesadas, dos mujeres que no se conocen recuerdan a ese hombre, el viajero, y piensan que es como si estuviera muerto, y no saben ni quieren saber si está muerto, aunque les procura cierto consuelo o una sensación parecida al alivio la idea de que ese hombre está muerto. No está muerto, pero para ellas ya lo está, no quieren verlo ni pensar en él ni recordarlo en modo alguno.

Lo que separa al viajero de esas mujeres es el mar, el mar de noche, la colosal masa de agua en la que cohabitan todos los recuerdos, todos los reproches, lo que pudo ser y no fue, lo que debió ser noble y se torció y echó a perder. Es un vertedero peligroso, inquietante, poblado de depredadores, el cementerio al que han ido a morir tantas buenas intenciones, tantos amores, tantas promesas. Debajo del mar, en algún punto incierto, sepultado por la arena movediza, yace, como la joya caída de un crucero, el amor, los restos del amor que alguna vez unió al viajero y esas mujeres que no se conocen. El viajero contempla el mar de noche y sabe que allí vive aún el amor por esas mujeres. Pero dónde está exactamente, cómo rescatarlo y sacarlo a flote, es una cuestión que de momento le parece inhumana, imposible. Lo que vive en el fondo del mar se deshace, se descompone, se torna azulado y transparente y acaba por ser eterno e inexacto como los restos del cadáver que fue arrojado a esas aguas para que nunca nadie lo hallase.

Qué hizo el viajero que contrarió a las mujeres, eso es algo que no se sabe con certeza y varía según el relato de los implicados. Las mujeres que no se conocen viven en países distintos, aunque emparentados por la misma lengua enfática. Amaron al viajero y fueron amadas por él, aunque ellas afirmarían, quizás en un tono vehemente (el tono suele crisparse cuando están embriagadas o alicoradas) que él no las amó realmente, o que no las amó como ellas merecían. Puede que sea verdad. El viajero es mezquino y pusilánime y, cuando le ha tocado en suerte amar, ha sido vacilante, no ha querido entregarse del todo, ha burlado sibilinamente la cita a ciegas con el amor.

Lo que fue una pasión se ha rebajado a rencor. Esos labios que antes sonreían se tensan en una mueca amarga. Todas las risas rotundas se han acallado de golpe. Las mujeres que amaron a ese hombre ahora lo deploran, no quieren verlo más. Lo consideran un canalla, un traidor. Le enrostran algo que él sabe que es verdad: me mintió, me humilló, me traicionó, no me contó que estaba con otra, se fue con otra, me abandonó. Tal es la fama del viajero: la del pérfido, la del innoble, la del que salta de un barco a otro como el corsario dispuesto a saquear tesoros.

Derrotado, el viajero sigue amando a esas mujeres que lo maldicen. Quisiera verlas, abrazarlas, deshacerse en ellas, pedirles perdón. Quisiera volar levemente sobre el mar, como vuela a veces en sueños narcóticos, hasta llegar a las costas donde viven, atacadas por el rencor, las mujeres que no se conocen. No puede. No debe. Sabe que no será bienvenido. Sabe que las engañó y ellas no lo han perdonado ni lo perdonarán.

Desde el punto de vista de las mujeres, el viajero es un traidor. Desde el punto de vista del viajero, que, desde luego, no está exento de vanidad ni compasión, es solo un hombre, un cuerpo, un amasijo de contradicciones. Ellas piensan que él debió amarlas de un modo leal, definitivo. Él cree que no por amarlas como las amó debía negarse a la aventura, a la pasión, al riesgo, al placer escondido en el cuerpo de la mujer mariposa. Ellas piensan que él no debió mirar a la mujer mariposa. Él sabe que su destino era dejarse aprehender y llevar por las alas gráciles de la mujer mariposa, aun si ese vuelo lo llevaba a otros paisajes, al lugar en el que ahora mira el mar de noche. Todos tienen la razón: el viajero ha roto las promesas que enunció y, al romperlas, ha hecho otras promesas, no del todo insinceras, que acaso renuevan su precaria fe en el amor. Por no contentarse con lo bueno y noble que tenía, y querer probar todos los sabores dulces y prohibidos, se ha quedado solo, mirando el mar de noche, sabiendo que ya está viejo y cansado para echarse a volar en busca de las mujeres que alguna vez amó y ahora lo deploran.

El viajero se dice a sí mismo: es verdad, soy un traidor, un fugitivo, el novio pérfido, el esposo felón, el tramposo, el embustero, el que no tiene patria ni religión, apenas este cuerpo con el sexo decaído, soy todo eso y algo más: el que mira el mar de noche y cree ver entre sus olas y sus ecos el difuminado recuerdo de las mujeres que extravió, y también el que, con creciente desasosiego, espera a que regrese, caminando sobre las aguas, hechicera, la mujer mariposa. Pero ella, libre de ataduras, ha salido a dar un paseo y él no sabe si volverá.