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No todavía
La última vez que estuve en Lima fue en enero del año pasado. Llegué de Buenos Aires, pasé una noche y seguí viaje a Miami, donde escribo estas líneas. Llevo año y medio sin ir a Lima ni al Perú en general y, como van las cosas, no me veo regresando todavía, ni siquiera de visita.
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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttp://goo.gl/jeHNR
Todo lo que sé de Lima y del Perú en general es lo que leo en los periódicos peruanos. Antes, cuando me vine a vivir a Miami y luego me mudé a Washington, no conocía esa manera de informarme de los asuntos peruanos, no usaba el Internet, quizás ya existía pero yo lo percibía como un asunto minoritario, elitista, algo de muy alta tecnología que no había llegado a mi vida ensimismada. En aquellos años mi conocimiento de lo que ocurría en el Perú se fundaba en la lectura de la revista Caretas, que mi padre me hacía llegar por correo, y también en las noticias y los chismes que traían los viajeros que llegaban desde Lima y me animaban a volver. Desde abril de 1992, cuando me fui bruscamente del Perú, no he conseguido vivir de un modo tranquilo y sosegado, exento de turbulencias, en ese país, aunque tampoco he logrado alejarme por completo de él: no puedo contar un año, uno solo, en el que no haya visitado Lima desde que me fui, jurando no volver, hace más de veinte años. Mi condición en Lima ha sido, desde entonces, la de quien, no siendo un extranjero, se siente, sin embargo, alguien que ya no encaja, que no es parte de todo eso, alguien que está de paso y mira en cierto modo desde afuera, con ganas de irse más o menos pronto. Todos los años volvía a Lima y no una o dos veces sino todos los meses, cada dos o tres semanas, y luego todos los fines de semana, y mi casa en Lima era siempre un hotel, un hotel frente a este campo de golf o frente a este otro campo de golf, pero siempre un hotel, y cuando intenté comprar un departamento, me estafaron, perdí todo el dinero que pagué, y luego compré uno que ahora está vacío, deshabitado, y al que nadie quiere entrar, como si fuera una casa afantasmada, peligrosa, el segundo piso en el que dicen que penan. Tal vez este sea el primer año que no visito Lima desde que me alejé, jurando no volver, en 1992. Sigo intentando no volver, como si en esa terquedad o esa obstinación estuviera en juego lo que va quedando de mi dignidad, como si volver fuese una capitulación, una rendición moral. No sé por qué veo las cosas de esa manera, no sé por qué procuro tan visceralmente alejarme de Lima, no sé por qué asocio la vida en esa ciudad a una vida confortable y burguesa y sin embargo del todo inconveniente para el escritor que quiero ser, no sé por qué he vivido veinte años y poco más escapando del Perú y he convertido esa fuga asustadiza en un estilo de vida. No tiene mucho sentido, porque todos los días (y nadie me obliga a ello) leo cuatro periódicos escritos en el Perú y exhibidos digitalmente en la pantalla de mi computadora, cuatro periódicos que leo como si fueran partes de guerra, crónicas de un naufragio o un desastre. Podría leer un solo periódico pero insisto en leer cuatro y hasta cinco y a todos los columnistas posibles para saber qué está pasando allá donde no quiero estar. Si he elegido no vivir allí, ¿por qué sigo con tanta curiosidad y fascinación lo que ocurre en ese país? No lo sé, no tengo idea, solo sé que un día me parece incompleto o mal informado cuando no he leído la prensa peruana. También sé que, si me dijeran que estoy enfermo y voy a morir pronto (cosa que ya me han dicho y he elegido no creer), volvería a Lima a pasar mis últimos días, cerca de mi madre y los afectos extraviados, y trataría de visitar Los Cóndores, donde no poseo casa pero tengo casa imaginaria, la casa de mi infancia, la casa a la que vuelvo en sueños. No sé cuándo, si acaso, ocurrirá ese retorno a los paisajes de mi niñez y mi juventud, ahora siento que todavía no es el momento y por eso gano tiempo, voy aplazando una decisión que, me temo, ya está escrita y habrá de ocurrir, mal que me pese. Volveré a Lima, siempre vuelvo a Lima, todos los años vuelvo y luego salgo huyendo, veremos si este año terminan de pasar los días y sigo acá, en esta isla tranquila, lejos de Lima y de esa cosa afiebrada y efervescente y siempre traumática que llamo el Perú. Hace dos años quise volver a Lima, traté de instalarme en esa ciudad, me mudé con todas mis maletas estragadas, quemando mis naves en otras ciudades ajenas a la geografía peruana, y, es una pena pero así fueron las cosas, la tentativa resultó fallida, desastrosa, catastrófica, a duras penas pude vivir allí tres meses y luego sobrevino el caos, eso que suele originarse en aquella ciudad, según mi experiencia: el conflicto, la rivalidad enconada, las intrigas y las emboscadas y la chismografía sañuda, tantas conspiraciones como bocas susurrantes podamos contar, y, al final, la fuga, otra vez la fuga, el camino triste al aeropuerto, el regreso a la vida errante, a este señor de paso que soy hace veinte años y sigo siendo ahora, alguien que está afuera, lejos, en el exilio, y no quiere afincarse, echar raíces, no al menos allá, en la ciudad del polvo y la niebla, donde todo sería más fácil y, por eso mismo, donde no quiero estar, no debo estar. Lo que sobrevive en mi memoria y en mis emociones del Perú es lo que siempre fue el Perú para mí: la sonrisa de mi madre, el juego del fútbol, el mar enfermo, los acantilados, las curvas del malecón, las calles tranquilas, apacibles, el tiempo congelado, los mismos mozos, el mismo café, la sensación de que todo se agita y se revuelve para quedar tal como estaba antes del caos, ese paisaje plomizo, nunca quebrantado por una lluvia copiosa o una nevada o truenos y relámpagos, el cielo que no es cielo, las nubes que no son nubes, el sol escondido, agazapado, la promesa de un verano que nunca será, todo eso es Lima para mí y a esa ciudad terminaré volviendo, pero no ahora, no todavía.
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